democracia

Por un republicanismo convincente

Cuando me espetan reivindicaciones republicanas me sublevo un tanto. No es a mí, ni a los republicanos que vivimos en este país, a los que hay que convencer, sino a la mayoría que no lo son. Y pedagogía republicana se escucha o lee muy poca. Ahora y durante los últimos cuarenta años. Una señal inequívoca de la debilidad del neorrepublicanismo español consiste, precisamente, en que se manifiesta como una identidad ideológica, no como un programa (o parte de un programa) político. Para proponer la república uno se tropieza con evidencias incómodas, aunque sorteables, entre las que la principal es que el reinado de Juan Carlos I ha sido, globalmente, el periodo de mayor estabilidad democrática y descentralización política de la historia de este país, enfermizamente acostumbrado a fracasar entre guerras civiles. Es un tanto irritante. Pero también es cierto que el modelo político-institucional establecido por la Constitución de 1978 demanda reformas perentorias, agusanado por una praxis prostibularia, y en este sórdido contexto resulta perfectamente razonable  reclamar un cambio en el modelo de Estado.
Sin embargo, se me antoja muy discutible que  la mejor fórmula para hacerlo sea agitar la bandera de la II República y pedir que se encarcele a la Familia Real. No promueve la causa republicana repetir sandeces como esa de que “no queremos ser súbditos, sino ciudadanos” ni descubrir ahora escandalizadamente, con apenas medio siglo de retraso, que el monarca que abdicó ayer desayunaba con Franco. Los españoles no son jurídica ni políticamente súbditos de Borbón alguno y su auténtica carta de ciudadanía reside, precisamente, en la Constitución actualmente en vigor, y más concretamente, en sus dos primeros títulos. La soberanía reside en el pueblo, del que emanan los poderes del Estado, y este principio no creo que sería perfectible en ninguna futura Constitución, lleve barba o coleta. La impostada nostalgia por la II República forma parte de esa irreprimible tendencia de las izquierdas de mitologizar sus peores derrotas y –sobre todo — olvidar su responsabilidad en las mismas. Merece respeto como causa perdida, no como ejemplo a seguir. La república en España solo tendrá una oportunidad de éxito cuando sea una aspiración ampliamente mayoritaria, es decir, ni real ni potencialmente conflictiva para una sociedad abierta y plural. Votar a opciones republicanas, fomentar los valores cívicos del republicanismo, solicitar un referéndum pero no para perderlo — como ocurriría ahora mismo — y respetar y aprovechar entretanto el orden constitucional son opciones más oportunas y menos oportunistas.

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El juego prohibido

En un país arrasado, con tasas de desempleo desconocidas en el resto de Europa y una precariedad laboral creciente, 30.000 desahucios de viviendas anuales y una deuda pública del 100% del PIB, en un país con unos servicios públicos sometidos a una degradación aterradora — ¿ha visitado ustedes el caos campamental de las urgencias de la Residencia Universitaria últimamente? – una renta familiar en caída libre, sin circulación del crédito bancario y una investigación científica desertizada, no deja de ser un espectáculo fascinante la exhibición de pútrido cinismo del Partido Popular durante la presente campaña electoral. ¿Cómo puede conciliarse esta situación miserable con los gritos triunfales, el optimismo babeante y afirmaciones tan indescriptiblemente estúpidas como la de la vicepresidenta del Gobierno, según la cual a España es conocida mundialmente como “la Alemania del Sur”? Porque les trae sin cuidado. La campaña electoral es – para el PP como para el resto – un largísimo spot televisivo, no un debate sobre análisis y propuestas políticas. Y como cualquier producto audiovisual tiene sus propias normas y códigos que para nada tienen que considerar la realidad.
La realidad – los ciudadanos – actúa con puntual reciprocidad y se desentiende de las elecciones. Las encuestas prevén una abstención muy cercana al 60%. El partido que gane las elecciones solo podría decir que le ha votado uno de cada siete u ocho ciudadanos. No lo dirá, por supuesto. Los otros ganadores – IU, los independentistas nucleados alrededor de ERC, esa anécdota chusca, Podemos – mencionarán la abstención, pero entre sonrisas de satisfacción. Porque la abstención debe ser responsabilidad de la derecha y los socialdemócratas, no de las izquierdas. La gente no vota porque sabe o intuye lo que hay. En un espléndido artículo publicado ayer en El País, Conde-Ruiz y Rubio-Ramírez argumentan fehacientemente que el Gobierno español será incapaz de cumplir el Programa de Estabilidad para 2014 que ha enviado a Bruselas. “O  se ejecutan nuevos recortes de una magnitud semejante a los del periodo 2011-2013– salarios de los funcionarios, sanidad, educación, servicios sociales – o será imposible cumplir con los objetivos establecidos”. La nueva Comisión se mostrará implacable con España y su presidente no será elegido por los flamantes diputados. El Tratado de Lisboa no dice nada de eso. Lo eligirán los gobiernos. Los ciudadanos votan masivamente cuando las oportunidades de cambio y transformación son reales. Sí, están en juego el proyecto europeo y la propia democracia. Pero la principal regla del juego es que las reglas no pueden cambiar y los croupiers solo reparten cartas entre ellos.

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Democracia y Estado de Derecho

Uno de los hábitos recientes de la izquierda hispánica (y canaria) es escandalizarse porque a los catalanes no les dejan celebrar su anhelado referéndum sobre la independencia. Es sorprendente que miles de personas adultas que se consideran progresistas sucumban a la épica de las banderas y a la fantasía de la aurora promisoria de una república que tendría como referentes políticos a Artur Mas y Oriol Junqueras. El origen de la indignación hunde su raíz en la convicción de que nada puede ser más democrático que el pueblo catalán decida su propio destino. Por tanto cuestionar el derecho a un referéndum es, directa y explícitamente, un atentado antidemocrático, un escupitajo a la voluntad popular, un ejercicio cínicamente autoritario. Un escándalo inconcebible –según he leído en alguna parte –en un país civilizado.
Sin embargo, en los países civilizados en los que rigen constituciones democráticas, precisamente, las consultas secesionistas, las urnas exigidas para votar una independencia política destinada a la creación de un nuevo Estado no son procesos sencillos, coyunturales o dotados con garantías legales y normativas definidas solamente por una u otra parte. La deleitosa obsesión de ciertos sectores de la izquierda que traducen la negativa de las Cortes españolas en conceder a la Generalitat la competencia de convocar una consulta en un síntoma más de una pseudodemocracia ruin y miserable resulta un ejercicio fascinante pero pueril. Adornarlos con mentiras e inexactitudes extraídas con forceps de experiencias como las de Québec o Escocia no les concede mayor respetabilidad política o intelectual.
La cerril e irresponsable actitud del PP y las actitudes sin freno y marcha atrás del Gobierno catalán y su base parlamentaria parecen encantadas en mantener, atascar y exasperar un conflicto de legitimidades. Ciertamente es difícil exagerar la estúpida responsabilidad de la derecha política española en la desafección catalana hacia el Estado y el crecimiento de la demanda independentista. Pero ningún gobierno español concebible estaría dispuesto a conceder a un gobierno autonómico el derecho de independizar su territorio unilateralmente y en las condiciones y plazos que le plazca. Tampoco en Canadá, tampoco en Escocia. Aquí lo que falta, precisamente, es política. La negociación de una reforma constitucional y, posteriormente en su caso, la convocatoria de un referéndum cuyo contenido sea pactado ineludiblemente entre ambos gobiernos y que, desde luego, exija una supermayoría – algún politólogo ha propuesto con tino un voto a favor de la independencia superior al 60% en las tres provincias catalanas – para tomar una decisión de semejante envergadura y de una trascendencia no plenamente mensurable. Exigir democracia no debería ser incompatible con conocer y reconocer el funcionamiento de un Estado de derecho.

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Adolfo Suárez y la Santa Transición

La agonía final y muerte de Alfonso Suárez llega, precisamente, cuando el relato canónico de la Transición se ha cuarteado y comienza a desprender un aroma a naftalina más nauseabundo que nostálgico. La Santa Transición (como la llamó Umbral) ha jugado un importante papel ideológico en la legitimación simbólica de la monarquía parlamentaria española, e incluso, de legitimación de sus deficiencias democráticas. Ahora muchos la maldicen o ridiculizan y en sus entrañas sitúan todas las patologías políticas, institucionales, económicas y sociales que hoy nos agobian. Esta última posición, que defienden actualmente muchas fuerzas y personalidades de izquierda (y algunas liberales) no deja, sin embargo, de estar asentada en una curiosa moviola histórica. No se investigan los actores y dinámicas de la Transición; simplemente se la juzga como si en la segunda mitad de los setenta se hubiera diseñado un sistema político desde la voluntad de producir determinadas situaciones y rentabilidades. En definitiva se suplanta lo que pudo ser por lo que debió haber sido. Así se suele caer en contradicciones y dislates curiosos. Es muy gracioso, por ejemplo, el reverdecer republicano de IU, cuando su núcleo básico (el PCE) pidió el voto favorable a la Constitución de 1978.
El gobierno de Adolfo Suárez (julio de 1976) representa inicialmente la etapa de recuperación de la iniciativa por parte de los sectores reformistas del franquismo, a costa de la separación de los seguidores de Fraga Iribarne y la constitución de Alianza Popular. En un libro de lectura  obligatoria, El mito de la Transición, de Ferrán Gallego, se explica muy bien: “La iniciativa política (del Gobierno de Suárez) se logró haciendo propias las demandas de la oposición que no ponían en peligro el control del proceso de cambio por la derecha, pero que constituían una demanda social que desbordaba los márgenes de los partidos de izquierda”. La Transición constituyó un pacto – con frenazos, trampas, zancadillas, renuncias, oportunidades perdidas y oportunismos indecentes — entre los reformistas de un franquismo inviable y una izquierda (para variar) dividida. Es grotesco afirmar que nada cambió con la Constitución de 1978, entre otras razones obvias para los que conocieron la dictadura franquista, porque dicha Constitución fue aprobada muy mayoritariamente por las fuerzas políticas parlamentarias, a izquierda y derecha, y refrendada por los propios españoles. Simplemente, en las postrimerías del franquismo, la relación de fuerzas entre un régimen moribundo, pero ferozmente armado, y una izquierda débil y fragmentada, resultaba muy desigual. La ruptura era imposible y en la reforma las fuerzas democráticas –mayoritamiente las izquierdas — cedieron quizás en algunos puntos (el sistema electoral, por ejemplo) que hubieran debido defenderse. Que se le va a hacer. La historia – la historia política – no se construye con materiales nobles ni con albañiles angelicales.
Aunque parezca muy chusco, a Adolfo Suárez, en realidad, no le gustaba la política. Le gustaba el poder y sus años previos a la llegada a la Presidencia del Gobierno (admirablemente narrados y documentados por una biografía cruel y exacta escrita por Gregorio Morán y publicada en 1980) representan la larga escalada de un joven de provincias en el que encanto personal y ambición efervescente eran las dos caras de una misma moneda. Cuando Suárez, apoyado por el Rey y tutelado por Torcuato Fernández Miranda, termina el complicadísimo y arriesgado proceso de democratización del Estado español – en definitiva, cuando se aprueba la Constitución de 1978 – se queda literalmente sin proyecto político. Suárez tenía un poderoso carisma, pero, formado en una organización piramidal y paraestatal como era el Movimiento franquista, no sabía dirigir un partido democrático. Suárez era el presidente de la Unión de Centro Democrático, pero la UCD no era un partido, sino una colección de facciones, camarillas y fulanismos cuya única argamasa consistía en la conservación del poder y en el reparto de cargos y prebendas. Cuando, después de su salida del Ejecutivo, Suárez monta el CDS, cae en los mismos errores pero, sobre todo, repara, después del éxito inicial, en que nunca volverá al poder, que era su placenta, su imán irresistible, su pulsión vital. A lo que hubiera podido aspirar un pequeño partido como el CDS era en apoyar a gobiernos del PP o del PSOE, en influir en la orientación política o incluso en el programa de gobierno de conservadores o socialdemócratas, pero jamás en convertirlo, de nuevo, en presidente del Gobierno.
Adolfo Suárez no fue un condotiero del franquismo ni la simpática marioneta de un catedrático de Derecho. Producto inequívoco de un régimen dictatorial y su burocracia, es un caso axiomático de comenzar a perder cuando, finalmente, se alcanzan los máximos objetivos personales. Al cabo de dos años y medio frente al Gobierno, ya estaba solo, y suyas no eran las conexiones privilegiadas con las élites financieras y empresariales del país. Cuando el 23 de febrero de 1981 se enfrenta a los golpistas, a pecho descubierto, en el Congreso de los Diputados, alcanza en un mismo instante la máxima condensación de soledad y la más dramática representación de la voluntad popular al borde mismo de una nueva guerra civil. Por eso, aunque no solo por eso, Suárez, un político que jamás se soñó en semejante brete, un político que mintió, manipuló, conspiró y puteó como todos, un político que alcanzó la grandeza a contrapelo de sus traiciones, sus incoherencias y su voluntad de poder, merece la admiración – y el agradecimiento—de todo un país.

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Entrevistas caballerosas

El bisabuelo de un amigo, criado bajo sucesivas boinas en los Monegros, nunca entendió lo de la televisión. Discutía a gritos con el aparato. Una aciaga tarde el metereólogo del telediario anunció un tiempo espléndido mientras fuera descargaba una tromba de agua apocalíptica. Para el anciano ya fue demasiado. Comenzó a gritar, le tachó de mentiroso y se levantó a tientas para abrirle la ventana de la habitación y enseñarle al locutor el diluvio. En ese preciso momento estalló un trueno, se desconectó la electricidad y la pantalla se quedó a oscuras. El viejo aulló de indignación:
–¿Y ahora te escondes, cobarde?
La relación del bisabuelo de mi amigo con la televisión es la que tiene Mariano Rajoy con el periodismo. Ah, los periodistas. Esa excrecencia tumoral de una democracia por encima de las posibilidades del mercado. Gente que habla y habla para nada y lo único que consigue es confundir las cosas. Fuera luce el sol y se empeñan en decir que están granizando parados que luego se reducen a pequeños charcos donde mean todos los perros callejeros y los subsecretarios de Estado. Aseguran que Rajoy es un excelente orador parlamentario, pero un monologuista del Club de la Comedia no es un actor cómico. Cualquiera puede ser un gran orador parlamentario. Yo he leído que José Carlos Mauricio era un gran orador porque hablaba sin leer papeles, exactamente igual que hacía al gestionar los recursos públicos. Quizás tenían razón, pero en la oratoria no interviene para nada la praxis democrática. Y eso es lo que le molesta a Rajoy. El presidente es un coqueto anacronismo que se encontraría realmente cómodo en el régimen canovista, donde el poder político no dialogaba, ni daba explicaciones, ni buscaba esa pesadez ortopédica, el consenso. Cualquier entrevista periodística con Rajoy, incluso la más lacayuna, está destinada a un fracaso más o menos cómico. Las entrevistas, para Rajoy, son un gesto de cortesía, como ceder el paso a las damas o estrechar la mano a los caballeros. Instalado en ese terminante y cortés desprecio hacia los medios – la mitad de los cuales, sin embargo, difunden la afasia como una de las virtudes del estadista — Rajoy puede prolongar su silencio mientras sus ministros invocan a santas y vírgenes o se pasean por España – como lo hará hoy Wert en Tenerife – escoltados por 300 piadosos policías.

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