Domingo López Torres

Memoria, dignidad y futuro

A mediados de los años noventa publiqué, en La Gaceta de Canarias que en gloria esté, un artículo a propósito del descubrimiento de los restos de cinco cuerpos en la llamada fosa del alcalde, en el término municipal de Fuencaliente, entre ellos, los del alcalde republicano de Los Llanos de Aridane, Francisco Rodríguez Betancourt. Me parece que se procedió al entierro de algunos de ellos y la autoridad eclesial se negó a participar en la ceremonia, pese a que los finados eran católicos. Recordaba yo por entonces que todavía eran varios cientos los isleños que, asesinados extrajudicialmente o no por los golpistas en 1936 y 1937, habían desaparecido. Sus cuerpos se habían arrojado al mar, o precipitado por barrancos o fosas volcánicas, o abandonados en el campo para pasto de alimañas. Y mencionaba el monumento a Franco al final de Las Ramblas, cuya figura central, ese pendejo con espada que es el propio dictador, parece mirar a la rada de Santa Cruz de Tenerife, donde fueron ahogados muchas víctimas, entre ellas, el poeta Domingo López Torres. Los metían en sacos de esparto, a veces con un peso dentro, y los arrojaban a puñetazo y empujones, entre insultos y burlas,  a las frías aguas del amanecer.

A algunos no les gustó demasiado la referencia al frangollo escultórico de Ábalos.  Recuerdo haber recibido tres o cuatro cartas – todavía se escribían cartas por entonces – en la redacción. Es curioso, porque venían a decir lo mismo que les escucho a algunas personas ahora mismo. Hay gente –buena y mala gente — que vivieron el franquismo como un pez vive en una pecera, es decir, sin la más puñetera idea de donde estaban. Pertenecen a esa clase media chicharrera más o menos acomodada, más o menos petulante y ombliguista, que encontraba en la dictadura el orden natural de las cosas o que, sin sentir simpatías por el régimen, nunca les abrumó ninguna incomodidad por la brutalidad criminal del mismo. Para los hijos y aun los nietos de los vencedores y de los indiferentes apenas existió el franquismo — o eso creen — pero sí su niñez y juventud, su memoria, sus costumbres. El monumento de exaltación al  dictador era simplemente el lugar donde quedaban para luego pasear con sus colegas por la avenida Anaga. Por eso — por pura y satisfecha ignorancia de señoritingo – un concejal puede llegar a decir que un monumento erigido a Franco, Franco, Franco no tiene ninguna relación con el franquismo.

El conjunto escultórico de Ábalos, que se costeó confiscando parte del sueldo a funcionarios y a trabajadores de algunas empresas privadas, debe ser retirado por imperativo legal, y la retirada llega con un retraso indecente. Es una expresión artística mediocre y paniaguada al servicio de la propaganda y el enaltecimiento de una dictadura criminal. También se tardó décadas en retirar esa vergonzosa placa que, en la puerta central del edificio de la Capitanía General,  anunciaba triunfalmente que desde esa instalación había iniciado el generalísimo Francisco Franco la salvación de España. En los últimos años el ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife ha impulsado acciones de reparación y homenaje a la memoria que el franquismo intentó confiscar también. La memoria de poetas como el citado López Torres, que ahora tiene una plaza en la ciudad, o Domingo Pérez Minik: la calle en la que vivió lleva ahora su nombre. El primero fue masacrado y el segundo encarcelado. A finales del mandato pasado fue declarado hijo predilecto de la ciudad José Carlos Schwatrz, el último alcalde de II República, cuya vida tampoco respetaron los fascistas. Santa Cruz debe emprender de una vez el encuentro crítico con las huellas simbólicas que dejaron las sucias manos de la dictadura en la ciudad. De una vez. La reconstrucción de una memoria crítica y abierta sobre el pasado, una memoria que honre a la gente decente y enaltezca la libertad, la dignidad cívica y los derechos humanos es la base indispensable de cualquier proyecto democrático en una nación, un país o una ciudad.

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Para siempre en los versos

Si quieren saberlo todavía me dura el frío. Aunque ya no siento ni padezco sí que conservo la memoria. Un muerto tiene memoria: la que deja en el alma de los vivos. El frío del agua al caer en el mar entre risas e insultos. El agua salada y fría entrando en los pulmones mientras pataleas. El frío de ahogarse, de que te maten y de saber que te van a matar, de que te están matando con miedo y con ganas, de que te han matado ya para siempre. Y la quietud luego. En el fondo esquelético de la rada la quietud llega siempre. A veces, entre las sombras oscuras y deshabitadas, cae lentamente algo, otra sombra, una leve vibración en el légamo oscuro, una perturbación fugaz, alguna fula que huye con un quiebro, y luego nada, nada durante años, durante lustros, y allá arriba los asesinos siguen su vida y los vencedores sus negocios, reciben sus ascensos y sus medallas, cierran acuerdos en el casino o en una mesa de Los Paragüitas, viajan a Madrid o a Londres, marchan los soldados en un orden perfecto bajo el inocente sol de todos los veranos, se tortura y se veja a cientos de personas y otros cientos son fusilados, toda la isla, en realidad, está bajo el agua, un agua rojiza de sangre y de pavor, hombres, mujeres y niños ahogados en el terror, en el hambre, en el espanto diario, en la humillación forzosa, en la desesperanza más cruel, porque sé perfectamente que no he estado solo durante todo este tiempo, un tiempo cuya duración ignoro pero en el que hemos naufragado como individuos y como pueblo, y ese instante en que todo pareció arrebatadoramente posible, una vida digna en un país libre, cabe ahora en una gota de agua sanguinolenta que salta en los paredones, serpentea por el suelo y se deshace aquí, en la rada, como se han deshecho mis huesos, aunque no mi memoria ni mis versos, lejos de la indiscreta mirada de los tontos, creciendo como la hierba en el camino pisoteado por el desfile de casi medio siglo de obispos, concejales, militares y curas, un espectáculo desconocido mi pudridera, salvo por el guerrero por supuesto, ese heroico genocida que es Él y no otro, en pie sobre las alas desplegadas de un ángel vigila la rada, custodia después de tantas noches miserables el fantasma de la prisión flotante y los aullidos de pavor que desgarraban la madrugada, el fondo donde quedé tendido con los ojos abiertos, allí está, vigilante y tranquilo, un símbolo de una dictadura ignominiosa, una vomitiva demostración de la estúpida insensibilidad y la arrogante ignorancia de los que mandan, exactamente lo que me ha llevado ceder mi voz en este torpe artificio verbal a un periodista del tres al cuarto, un  favor que le hago al pibe, porque lo noto inflamado de desprecio, el desprecio que siente por una ciudad, la ciudad de la que salió el golpista para arrasar todo un país, una ciudad que tolera cuarenta años después de la muerte de Franco, cuarenta años, cuarenta años, un puto adefesio de propaganda fascista, pues no han encontrado cinco minutos, cinco horas, cinco plenos para dedicarle una calle a Domingo López Torres, soy yo, al que mataron arrojando al mar con varios compañeros como masacraron a tantos otros en una planificada orgía de crímenes y abusos, con abyecta impunidad, aplaudiéndose a sí mismos y decretando un silencio indestructible, soy yo el poeta asesinado, para siempre en la rada, para siempre en la memoria, para siempre en los versos, Domingo López Torres.

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Domingo

Que vamos a hacer, Domingo, si primero están los directivos de federaciones deportivas que deambulan por pasillos judiciales y los exalcaldes a los que nadie votó, para los poetas, y singularmente para los poetas asesinados por los fascistas, siempre se pide paciencia, y hace ya más de año y medio los concejales de Sí se puede  presentaron – gracias a los dos, a su dignidad,  a su compromiso con nuestra verdadera historia – un expediente de honores y distinciones, pero ya ves, Domingo, para ti no hay prisas, para ti, en realidad, prisas no ha habido nunca, salvo la prisa que se dieron para matarte, matar a un hombre que adoraba la vida como hace siglos se adoraba al sol, por lo que acaricia y también por lo que quema, Domingo, para encarcelarte y asesinarte se dieron toda la prisa del mundo los golpistas de 1936 y sus cómplices con replanchada camisa azul y con alzacuellos grasientos,  y no te mataron con un puñado de balas, porque había que escarnecerte y aguijonear el pánico de los destinados a la muerte, así que te ataron un peso a los pies y te lanzaron por la borda de la prisión flotante al fondo de la bahía de Santa Cruz de Tenerife, donde las blancas pupilas de tu calavera se quedaron definitivamente abiertas entre algas y peces y restos de batallas heroicas y basuras inmemoriales y lechos cenagosos para siempre jamás.
Y la muerte, no es necesario que te lo cuente precisamente a ti, se prolongó gracias a la planificación de un largo, rencoroso, interminable silencio, un silencio apenas roto, una tímida luz fugaz, por una antología del otro Domingo, de tu amigo Pérez Minik, y más silencio encogiendo tu nombre, sepultando tu poesía, tu prosa y tu decencia elemental, solar e intuitiva, y hasta los años ochenta, casi medio siglo después, no pudiste tener un solo lector que te absolviera del olvido gracias al admirable trabajo de rescate de Andrés Sánchez Robayna. Este apabullante y nauseabundo escándalo, un poeta asesinado y cuyos últimos restos reposan en el mar por soberana voluntad del fascismo, un poeta silenciado y ninguneado durante décadas, debió ser reparado, por pura vergüenza, nada más recuperadas las libertades políticas, pero han pasado más de treinta años y todavía no hay tiempo para honrar tu memoria, agradecer tu poesía, reconocer humildemente tu compromiso vital y cívico en una ciudad idiota que, tantos años después, Domingo López Torres, tantos años después, en lo más profundo de su tierna y azufrada alma oligofrénica apenas ha cambiado.

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