Desde hace algún tiempo, casi todas las mañanas se forma un pequeño tumulto en la entrada de mi bloque de viviendas. Se escuchan bisbiseos, pasos que suben y bajan con cierta excitación, y entonces suspiro, dejó el libro y bajo a echar el vistazo ritual de cada día. Lo de siempre, claro. El viejo del quinto piso ha clavado su enésimo pasquín en el portal, y varios vecinos lo descifran, entre divertidos y preocupados. “¿Ha visto la burrada que ha escrito hoy?”, me comenta entre risas el del segundo derecha. Desde hace muchos años – el anciano del quinto piso vive encerrado en su vivienda desde hace décadas y solo sale bajo palio una vez a la semana, para hacer ejercicio y pasear a sus dos perros gordinflones — desde hace muchos años estábamos acostumbrados, en fin, a su más antigua manía, acusar a los del bloque contiguo de haberse apoderado de todo: comenzaron por las escobillas de los retretes y terminaron por asaltar nuestros armarios y llevarse nuestros calzoncillos para presumir de una virilidad que no tienen. Nunca vimos tal cosa, pero el viejo, al parecer, contaba con informes solventes, El bloque de al lado es exactamente igual que el nuestro, pero el anciano del quinto piso ha insistido siempre en que es una choza de barro instalada en un secarral bajo un sol inclemente. Es necesario reconocer que la gente, al leer semejantes patochadas, se reía mucho.
El anciano del quinto piso –para qué engañarse – siempre fue muy particular, pero su estrafalaria conducta comenzó a emitir señales clínicas hace unos ocho años, cuando un senegalés alquiló un apartamento en el octavo piso. El senegalés era un señor educado, amable y cordial, pero el anciano del quinto piso, en sus catalinarias de portal, le acusó furibundamente de ser la avanzadilla de una invasión en toda regla. El bloque de viviendas iba a quedar en manos de los negros. El virus Ébola estaba a punto de infiltrarse en los buzones de correos. La integridad sexual de nuestras mujeres e hijos se encontraba en peligro. Y nuestras costumbres ancestrales (ver Sálvame de Lux todos los sábados, por ejemplo) y nuestra propia identidad cultural (¡el baile de magos!) quedarían desnaturalizadas. Pronto todos, sin darnos cuenta, hablaríamos wolof. Al cabo de un par de años el senegalés regresó a su país, pero el anciano del quinto piso nos deparaba más sorpresas.
Una mañana anodina apareció un nuevo dazibao. El redactor, que siempre fue muy patriota, reclamaba ahora como única y definitiva solución para los males del vecindario declarar nuestro bloque de viviendas como Estado independiente. A los pusilánimes que no lo vieran claro se les precisaba que las riquezas evidentes u ocultas desde el portal de la calle hasta el último piso eran virtualmente infinitas. En cada escalón se escondía un tesoro indescriptible gracias al cual podríamos vivir sin apenas pegar chapa. Los que no compartiesen este singular anhelo, tan lúcidamente argumentado, solo podrían pertenecer a dos grupos inequívocos: los idiotas y los miserables. El tono de sus demandas – y la zafiedad de los insultos — fue subiendo a los cielos de la libertad mientras la sintaxis descendía a profundidades mongoloides. Por último ha lanzado una tremebunda campaña contra el administrador de la comunidad, al que siempre había encontrado alto, guapo y rubio como la cerveza aborigen. Ahora era bajito, poco agraciado y se dedicaba a exportar enchiladas ilegalmente. Los más informados advierten que el administrador de la finca le ha dicho que no puede subir el volumen de su transistor y el viejo, enfurecido, ha jurado venganza. El anciano se pasa el día oyendo la radio y gritando ¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad! mientras sus perros se hartan de friskis y aullan como locos.
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