Esta mañana, mientras intentaba despertar a un horrible amanecer, escuché a una diputada de Podemos –lamento no poder recordar su nombre – que bueno, que el anteproyecto de la ley del Suelo podía tener sus cosas buenas, sobre todo en lo que se refiere a suelo rústico y a la gestión agrícola y ganadera del territorio, pero que tales mejoras hubieran podido introducirse como pequeñas reformas “en la legislación ya existente”. Esta necedad, afortunadamente, terminó por despertarme. ¿Cuánto despiste es necesario para ignorar que lo urgente – si se trata de sacar del marasmo actual a la gestión del suelo y la planificación territorial – es precisamente fusionar leyes, reducir la selva normativa y reglamentaria y fortalecer la seguridad jurídica como algo imprescindible para cualquier estrategia de desarrollo? Mucho, mucho despiste. En especial si se insiste en defender la vigente maraña administrativa, tan espléndida, tan inmejorable, que nos ha conducido a la actual situación, la misma que denuncian incansablemente la izquierda y los ecologistas: un urbanismo atroz y sandunguero, una costa mayoritariamente hormigoneada, unas aterradoras medianías de un espanto entre gótico y gore. Por favor, que nadie toque la basurienta y pululante normativa que lo ha hecho posible…
En esta coyuntura, pero también por razones estructurales de una democracia de baja intensidad y por un proceso de selección de élites demencial, la calidad de los gobiernos (y de la gobernanza) es sumamente cuestionable, pero lo realmente preocupante es la calidad (la falta de calidad) de las oposiciones, y sobre todo, el progresivo desánimo que están provocando las fuerzas emergentes, y singularmente, Podemos y Ciudadanos. Una parte sustancial de la creciente desilusión, por supuesto, es inevitable: unos se dan cuenta en que conquistas los cielos lleva algo más de tiempo que encontrar un paraguas decente una mañana de lluvia en Santa Cruz de Tenerife; otros terminan pactando y legitiman con su apoyo a opciones que habían caracterizado como facciones pútridas de una misma bacanal. Pero es que, suplementariamente, las inepcias, torpezas e infantilismos ideológicos de las leales oposiciones generan grima. La oposición, en una democracia representativa, no es un mero contrapeso retórico del Gobierno, sino que debe asumir la fiscalización de la gestión, la denuncia articulada de errores y sinvergüencerías, la exigencia de transparencia y rigor, la oferta argumentada de propuestas y medidas alternativas. En el Parlamento de Canarias el PP es un partido zombi que incluso ha perdido el apetito por la carne humana. Podemos necesitaría una enciclopedia – y alguna gramática de fácil lectura – para saber de lo que está hablando. Román Rodríguez sigue jugando a ser el Robin Hood nacionalista mientras encanece la cabellera y mete tripa: ha descubierto que si una persona no es tan de izquierdas como él no resulta de fiar. Y Casimiro y sus mariachis…En fin. En el mismo informativo radiofónico, cuando el amanecer ya era un hecho ominoso, escuché a uno de los diputados curbelistas proclamar que los canarios deberían tener los mismos derechos que cualquier otro español. Sentí una ligera arcada y decidí apagar el aparato. Mejor que la luz fuera atravesada por el silencio y no por tanta estupidez.
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