Estaba comiéndome un plato de chosuey el chino de la avenida Anaga, antes de que las obras de la Vía Litoral obliguen a cerrar el restaurante o a incluir la pala mecánica agridulce en el menú, cuando lo ví entrar, alto, quebradizamente delgado y con esa palidez propia de un monje que se supiera de memoria toda la teología de Santo Tomás de Aquino, incluidos los pecados que nunca osó cometer. Nuestras miradas se cruzaron durante varios segundos hasta que me reconoció y se acercó a mi mesa arrugando cada vez más los besos. Ya a mi altura musitó:
–Buenas noches. ¿Puedo sentarme?
–Supongo que puede hacerlo. Pero, ¿debe hacerlo usted?
–Necesito hablar con usted unos minutos. ¿Sabe quien soy?
–Recuerdo haberlo visto por la tele. Pero está usted demasiado pálido para ser concursante de La isla de los famosos…
— Mi nombre es José Miguel Ruano y soy consejero de Presidencia y Justicia del Gobierno de Canarias.
–Ya veo que tiene usted su propia isla.
— ¿Es una alusión a mi condición nacionalista?
— Ah, ¿es usted nacionalista? Las ideologías ya no se distinguen a la vista. Ni siquiera al tacto. ¿Ve usted a ese gordo de la esquina con corbata gucci que está atragantándose con pato lacado? Pues es un liberado de la UGT.
–Ya. ¿Puedo sentarme o no?
–Como quiera. Pero yo no tomo postre.
–Es usted detective privado.
No era una pregunta, sino una afirmación. Me serví un poco más de sake.
–¿Y?
–Necesitamos contratar sus servicios. Es un caso de extremada urgencia. Se me ha encargado localizar y contratar a un profesional, al mejor profesional disponible, y de los cinco detectives privados que operan en Santa Cruz, uno tiene una hernia, otro se acaba de jubilar, otro no terminó el graduado escolar y, aun peor, es de Getafe, y el cuarto, en fin, solo trabaja en las novelas de Jaime Mir. Nos queda usted.
Lancé un largo suspiro de fastidio infinito.
— ¿Y qué tripa se le ha roto?
Ruano miró cuidadosamente a ambos lados de la mesa. Se inclinó hacia mí y musitó con el mínimo volumen de voz para resultar audible a un metro de distancia:
–Han secuestrado a uno de los enanos de la Bajada de la Virgen de las Nieves.
Durante un instante contemplé al tal Ruano en silencio. Pero no pude resistirlo. Primero me temblaron las mandíbulas, y acto seguido, comencé a convulsionarme entre carcajadas que alarmaron incluso al cocinero ecuatoriano del restaurante chino, quien asomó la cabeza por una esquina. El consejero de Presidencia masculló algunas palabras con gesto avinagrado. Después de varios minutos logré calmarme y Ruano me pasó un pañuelo impoluto para secarme las lágrimas.
–¿Ya ha terminado? – me preguntó despectivamente –. Me habían dicho que era usted un tipo serio.
— ¿Están seguro que era un enano? – empecé a reírme de nuevo –. Y el enano está amenazando al Gobierno de Canarias… Están ustedes jodidos…Desaparece un enano y tiembla el Gobierno… ¿Qué ocurría si desapareciera Alberto Génova?
–¡Escuche! – la orden de Ruano sonó como un latigazo-. No comprende usted nada. Le pondré en antecedentes. Acabamos de crear la policía autonómica…
–Felicidades…
–… Y uno de los primeros cometidos asignados al nuevo cuerpo de seguridad es la protección de la Bajada de la Virgen y, por supuesto, de actos tan relevantes en el programa de las fiestas lustrales como la Danza de los Enanos…
— No siga, por favor, que me vuelve a dar…Ay, ay, coño…
–Maldita sea, cállese de una vez.
–Pero las fiestas son en verano… ¿Qué tienen que ver ustedes…?
–Ese es el problema. Para preparar el operativo estábamos realizando ejercicios de simulación en los ensayos. Algo muy discreto, por supuesto. Pero hace tres días, en uno de los ensayos, y en presencia de seis de nuestros agentes, desapareció uno de los enanos…Imagine el impacto sobre el prestigio de la policía autonómica en sus comienzos si este desgraciado suceso trascendiera a la opinión pública… Queremos que usted se haga cargo de la investigación. Mutismo absoluto. Apelamos a su patriotismo.
–Yo apelo a la pela. Son 300 euros diarios, gastos aparte.
–¿Trescientos diarios? ¿Qué dice? Yo no cobro tanto…
–Pero usted tiene compensaciones espirituales. Es un patriota.
–De acuerdo, de acuerdo. Vámonos.
–¿Ahora mismo?
–Sí. No hay tiempo que perder. Nos espera un avión en Los Rodeos.
Por supuesto, dejé que Ruano pagara la cuenta. No dejó propina. No todo el mundo entiende la dramática complejidad de la crisis económica: el camarero nos miró muy atravesado.
En un principio me extrañó que no fuera un avión, sino una avioneta, y que a sus mandos no encontrara a un piloto, sino a un individuo de barba canosa que Ruano me presentó como Martín Marrero, viceconsejero de Comunicación o algo por el estilo. Le pregunté, un tanto alarmado, sobre su experiencia en vuelo. Me contestó con una sonrisa mofletuda:
–Bueno, llevo tres días estudiando un manual que me dejó un piloto jubilado de Binter. Creo que ya estoy preparado para despegar…
— ¿Y para aterrizar?
–Imagino que será lo mismo, pero al revés. Son las restricciones presupuestarias. Soria exige que pilotemos aviones de alquiler reducido nosotros mismos, como paso previo a la supresión de los vuelos aéreos de los altos cargos…
–¿Y cómo van a desplazarse después?
–El vicepresidente ha presentado un informe según el cual, con buena voluntad y adecuada preparación física y psicológica, los consejeros y viceconsejeros podrían aprender a volar, con un ahorro de 380.000 euros anuales. Los directores generales, en cambio, solo podrían optar a planear en trayectos cortos…
— Marrero, despeguemos de una vez –gruño Ruano.
Unos cuarenta minutos más tarde nos estrellábamos en un campo de trigo abandonado en Breña Alta. Ruano y yo salimos más o menos ilesos, pero a Martín Marrero se le achicharró una pierna. Cojeando se sentó en una penca sin dejar de hablar por el móvil.
–¿Manolo? Sí, sí, lo acabo de ver en el ordenador. Otro parado con sus monsergas en el blog del presidente…Mándale un buen sopapo, para que dejen de importunar con boberías…Como si no hubiera más parados en el mundo, hombre, hombre, un poco de seriedad…
Era cerca de medianoche cuando llegamos a Santa Cruz. Ruano se quejaba de sus zapatos rotos y yo empezaba a maldecir la estúpida idea de aceptar un caso como la desaparición de un enano que no era un enano y que ponía en peligro a un Gobierno que debía contratar a un detective para salvar a su propia policía. Todo se estaba volviendo demasiado chestertoniano. Al fin llegamos a una casa en la avenida del Puente y Ruano dio tres golpes en la puerta:
— Contraseña – se oyó una voz ronca en el interior.
Ruano cogió aire y entonó con un exhausto resto de galanura:
—Y dicen/y dicen/y dicen/ que sabes coser/ y dicen/y dicen/y dicen/ que sabes bordar/me hiciste/me hiciste/me hiciste unos calzoncillos/ con lo de adelante pa tras…
La puerta se abrió violentamente, y un hombre uniformado, con galones de sargento, se cuadró para dejarnos pasar:
— Achit guanoth mencey reste Paulino. A sus órdenes, consejero…
— Sargento, recuérdeme que cambiemos las puñeteras contraseñas… Estoy asfixiado…
–A sus órdenes. La situación no ha variado. No ha entrado ni salido nadie del local.
El panorama era poco estimulante. Un grupo de enanos estaba sentado viendo un partido del Mundial de Fútbol de Sudáfrica en un pequeño aparato de televisión. Cuando uno de los equipos marcaba un gol los enanos, ataviados perfectamente con sus sombreros y sus fachendosos trajes dieciochescos, se ponían a bailar la polca, estremecidos por el entusiasmo. El sargento y los cinco números los observaban con un odio creciente, indisimulable. Uno de los policías no pudo más:
–¡Esténse quietos de una jodida vez! ¿Por qué los enanos palmeros tienen que ponerse a bailar cuando Ghana mete un gol?
–¿Cuántos enanos son?
–Eran quince, antes de la desaparición de uno de ellos ayer tarde – respondió el sargento –. Dados los acuerdos suscritos, no podemos conocer sus identidades ni exigirles que se deshagan de los trajes. Tampoco sueltan una palabra, por supuesto.
–¿Seis agentes para quince enanos?
–Ya ve usted –respondió Ruano-. Y después dicen que Madrid no sigue mandando, cuando nos regatea dinero hasta para nuestra seguridad. Pero un día, se lo aseguro, y será más temprano que tarde, desplegaremos una docena de agentes para cada enano. Como mínimo.
–Pero si esto se arregla enseguida –dije –. ¡A ver! El que me de una pista sobre dónde se metió su compañero recibirá unos zapatos de aguja de Manolo Blahnik…
Gracias a los agentes de la policía autonómica no fui despedazado por los enanos, que se abalanzaron en tromba sobre mí. Uno de ellos me pasó nerviosamente, con su manita enguantada, un folleto del Chipi-chipi. Me volví hacia Ruano:
–Ya lo tenemos. Al Chipi-chipi, sin perder un segundo.
Llegamos en apenas un cuarto de hora. Al fondo del establecimiento, en un reservado, encontramos al diputado Manuel Marcos, presidente del grupo parlamentario del PSC-PSOE, sirviendo cariñosamente cucharadas de sopa de pan y yerbahuerto a un enano que parecía en éxtasis.
–¡Qué canallada! – exclamó Ruano, furibundo –. ¡El PSOE no se para en nada para boicotear la policía autonómica!
–Pe…pero qué dices, José Miguel – Manuel Marcos se levantó tartamudeando de la mesa –. No tengo idea de lo que hablas…
–¿Cómo que no? Pero si le estabas dando la sopa al enano de tu propia cuchara…
–¿Un enano? Anda, es verdad…Mira, no me había fijado en el. Claro, es tan pequeñito…tan… — el diputado socialista se derrumbó –. Ha sido idea de Julio Cruz…Te juro que Julio Cruz me ha obligado, bajo amenaza de ponerme a trabajar en el grupo…Ya lo conoces… No tiene entrañas…
Al día siguiente tomé el primer avión a Tenerife. En el aeropuerto un agente del Patronato de Turismo intentó venderme la figurita de un enano como souvenir. No sé si habrá podido tragársela.
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