Ezequiel no escribía las columnas en la redacción ni les concedía la gracia de una muerte rápida. Ezequiel – el Ezequiel Pérez Plasencia con el que trabajé, en los distantes tiempos de La Gaceta de Canarias – traía las columnas escritas desde casa y las retocaba ahí, en la redacción, en las breves treguas que le concedía la corrección de los textos de los periodistas, bajo la doble sujeción de la gramática y el libro de estilo de El País. Recuerdo a un animal voluminoso y peludo – ensuciaba con sus pezuñas la sección deportiva — gritándole a Ezequiel por qué le había corregido el titular de una entrevista por lo demás ilegible. Ezequiel, bajito y asténico, se acercó rápidamente, con paso casi militar, cagándose interiormente en su madre, y le explicó tartamudeando al becerro: “Así no puedes titular. Gramaticalmente no tiene sentido y el Libro de Estilo del País no lo permite”. “¡Esto no es El País!”, aulló la bestia, tirando papeles por el suelo. Ezequiel no era muy afortunado en las réplicas, pero musitó de inmediato sin tartamudear. “Claro que no. Por eso trabajas tú aquí”.
Ezequiel traía una pieza de madera ya burilada de casa y la torneaba hermosamente, a veces durante varios días, mientras despiojaba textos ajenos. Cuando ya estaba lista (treinta, treinta y cinco líneas) esperaba a que nos marcháramos todos, a que la edición del día siguiente estuviera cerrada, para escrutar el artículo por última vez, y entonces, con el último suspiro, lo colocaba en la maqueta correspondiente de la próxima edición y salía a la calle, a esa calle que amaba y detestaba al mismo tiempo, porque simultáneamente le reconciliaba con la vida y le avisaba que la vida no tenía remedio. En sus artículos cada una de las palabras sostiene a las restantes y en esa tensión, que siempre parece proceder de una asfixia íntima, brota una precisión extraordinaria e intransferible, una retórica soberanamente dueña de sí misma. Ezequiel, con quien siempre tuve una relación ligeramente problemática, se irritaba sobremanera cuando le elogiaba un artículo, que era casi siempre.
–Pero si tú no eres comunista.
–Ah, perdona, no… ¿Y qué? Está magníficamente escrito…
–Pero yo lo que digo es que el problema no se llama Fidel…
–Igual Fidel no es todo el problema, pero desde luego no es parte de la solución… Que estamos en 1994, Ezequiel… Treinta y cinco años ya…
–Yo defiendo la Revolución cubana…
–Yo defiendo tu prosa.
–Lo haces contra mis opiniones, cabrón retorcido…
— Lo que me falta es que me llames pequeñoburgués…
–Eres un pequeño burgués.
–El otro día se lo dijeron a Savater y respondió que era verdad, pero que estaba ahorrando…
— Está bueno Savater…
El Ezequiel de los últimos años no se había rendido, pero se había dulcificado. Comenzaba a adquirir una difícil sabiduría, todavía inicialmente redentora. Pienso con amargura en los artículos y cuentos que ya no escribirá, en la obra, demasiado incompleta, de quien no fue el mejor escritor canario de su generación, pero sí el escritor isleño que mejor escribía: con más inteligencia, con más intensidad, con más arrebatada y disciplinada honestidad, con más porfiado amor.
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