esperanza

El mar

No creo en los dioses; no creo en las iglesias antiguas, como la católica apostólica romana, ni en las modernas, sea llamen PSOE, PP, Coalición Canaria o Podemos; no creo en la bonoloto ni en las dietas.  Creo en el mar y esta madruga, antes del amanecer, desperté al pobre perro y juntos descendimos por esta ciudad – que es descender como Dante Alighieri, «mi ritrovai per una selva oscura/ ché la diritta via era smarrita » hacia el mar, el mar que ya apenas puede ponerse en pie en el horizonte, el mar que hemos condenado a lo invisible, el mismo mar que solo utilizamos para deshacernos de lo que nos molesta, un mar silente, inválido, despojado. La ciudad parecía instalada, como siempre de madrugada, en un instante de la modesta eternidad que la caracteriza, es decir, en un momento vacío entre una invasión inglesa y la lumbalgia de un comparsero. La gente que transitaba parecía medio dormía, los coches avanzaban como un bebé que gatea sin saber dónde va, algunas ráfagas de viento movían perezosamente las ramas de los árboles, no aparecía un solo  taxi por las calles.  Exactamente como si fuera de día.

Para un santacrucero es difícil acercarse al mar. En la ciudad se le trata como una impertinencia, pero también, cabe suponer, como una bestia peligrosa frente a la que se debe mantener una prudente distancia. Así que me dirigí hacia el antiguo Balneario. Esta ciudad, antes que Las Teresitas, dispuso de un balneario, levantado en los estertores del franquismo. Un día se cerró y ahí sigue, arruinándose infinitamente, absolutamente inservible gracias a la desidia ministerial, ya nadie recuerda siquiera de qué ministerio. A esta hora, justo antes del amanecer,  la zona parece el escenario de una película de zombis de la que los propios zombis hubieran desertado por puro aburrimiento. Los zombis no morderían jamás a los chicharreros para no contagiarse de su pachorra secular, su ombliguismo grotesco ni su patriotismo de campanario sin campanas. Por fin puede bajar a la pequeña playa justo cuando se encendían en el horizonte las primeras luces del alba. El perro gruñía, protestando, saltando de piedra en piedra. Sin duda temía que su amo se rompiera la crisma y él terminara desahuciado en la perrera. No me observaba con temor, sino con rabia oscura. Pero qué idiota.

Nos sentamos en una fría laja mientras amanecía. El perro bostezó. Entonces intenté escuchar. Me costó prestar atención, porque recordaba mi pasado en la pequeña playa. Durante unos pocos años un grupo de amigos, cada fin de semana, jugaban un partido de fútbol a última hora de la tarde. Yo estaba entre ellos aunque siempre generaba problemas. En realidad solo dos problemas: no sabía chutar y no sabía defender la portería. Aun así jugábamos y a veces ganábamos, y cuando acababa el partido todos se metían en el agua. Recordé todo eso y el intenso sabor de felicidad – la única felicidad que perdura: la que deja un impacto físico – que nos deparaban esas tardes entonces interminables. Todo es cierto. No sabíamos que nos esperaba la mentira, la traición, el miedo, las decepciones, las enfermedades, la muerte. Nada es cierto. No existen más paraísos que los perdidos. De la pérdida se desprende la felicidad como la fruta se desprende del árbol y cae al suelo, como debe ser, como ha sido siempre.

Por fin pude escuchar al mar. Como siempre no fue prolijo, no fue lacónico. Como siempre no llevaba nada preparado que decirme pero no necesitaba improvisar. Hablaba con el ritmo de las olas, arrastrando suavemente las diminutas piedras de las  orillas, acercando con una insuperable delicadeza las primeras espumas del día inmortal. No sigas donde no te quieran. No agotes la luz de tus días ni el sueño de tus noches. No insistan cuando ya has dicho lo que tenías que decir. Y vuelve cuando hayas cerrado la última maleta y entregado la última palabra.

Lo haré, le dije, y muy lentamente, recordando sus ojos,  volvimos a casa.    

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?