Las idioteces suelen reproducirse y crear nuevas estupideces, con vida propia, en un movimiento exponencial. La estupidez sobre los lienzos que adornan las paredes del salón de pleno del Parlamento de Canarias ha derivado, ahora, hacia otra babiecada, el genocidio que sufrieron los guanches y que, al parecer, ni conocemos ni hemos llorado lo bastante. Reconozco mi estupefacción cuando escucho hasta al estimable Juan Manuel García Ramos hablar de genocidio y recomendar, incluso, que se organice un espacio expositivo sobre semejante despropósito. Algunos van más lejos todavía y comparan la matanza de aborígenes canarios a manos de los despiadados españoles con los hornos crematorios de los nazis. Sospecho incluso que estos ñacañacas encuentran más humanitarios a los nacionalsocialistas, que al menos les contaban piadosamente a los judíos que los llevaban a duchar. Pero los españoles, con los guarros que era y son, por supuesto ¿cómo iban a engañar a los guanches con una propuesta semejante? “Acercaos presto a esta alberca, valeroso aborigen, y dejad que os frote la espalda para vuestra limpieza y deleite”. No. Los mataron a lanzazos, los muy canallas.
Un genocidio supone una voluntad de exterminio deliberada y sistemática. Y esa estrategia de exterminio planificado no está avalada ni por los datos históricos disponibles ni por la praxis política de la Corona de Castilla – y más tarde de España – en su expansión atlántica y americana. El director general de Patrimonio del Gobierno autonómico, Miguel Ángel Clavijo, él mismo historiador, ha terciado apuntando esta incontrovertible evidencia, y un ejército de vociferantes indocumentados, simpáticos guanchistas que se sujetan el cerebro con taparrabos, le ha caído encima para vengar la sangre derramada de nuestros martirizados ancestros. Lo más exaltados llegan a asegurar que los guanches fueron prácticamente exterminados por la homicida brutalidad española, lo que les convierte en descendientes de españoles sin mezcla de sangre aborigen, en el fondo, algo así como peninsulares con mala consciencia. La mayor parte de la población aborigen desapareció en menos de 50 años, pero en su mayoría no fueron pasados por las armas ni vendidos como esclavos: murieron a consecuencia de enfermedades causadas por agentes patógenos de origen peninsular y europeo. No es disparatado, sino bastante racional, suponer que esa mortalidad no constituyó una excelente noticia para las autoridades de la Corona y para los señores de las islas. De hecho debieron promulgarse leyes y atraer con tierras baratas y exenciones fiscales a hombres para poblar el Archipiélago. Ni la gripe, ni el cólera, ni la fiebre amarilla se emplearon como armas biológicas en las Canarias del siglo XV y XVI. Y entre los aborígenes supervivientes se encuentran a bastantes que se integran entre las élite de poder, como otros, en cambio, se retiran a comarcas de las islas menos controladas, política y militarmente para vivir encapsulados en su moribunda cultura.
Los guanches. Nuestro embeleco histórico preferido. El arquetipo amasado para romantizar el resentimiento, la melancolía o la impotencia. La supuesta cifra de nuestra identidad cultural más central, telúrica y verdadera. Pues no, nada de eso. Somos un pueblo de aluvión y la entrada de Canarias en la historia es el fascinante relato de una región fronteriza a la que acuden castellanos, andaluces, portugueses, catalanes y genoveses – y luego vendrán muchos otros — para construir un país y articular la primera economía monetaria del Atlántico. Qué difícil resulta admitir que somos un pueblo mestizo y que los guanches no representan una privilegiada instancia epistemológica que ilumine nuestro desarrollo histórico, ni nuestros éxitos, duelos y quebrantos.