No me pidan escribir sobre Kennedy. Sobre JFK y la efímera corte de Camelot solo pueden registrarse tres cosas estupendas. Una es ese chiste dialogado en una película de cuyo título no consigo acordarme:
— ¿Recuerdas qué estabas haciendo cuando mataron a Kennedy?
— ¿Cuál Kennedy?
— Qué más da. Cualquier Kennedy.
La otra es una anécdota que cuenta en uno de sus libros Gore Vidal, quien nunca perteneció estrictamente al círculo camelotiano, pero trató al presidente con asiduidad antes y después de asumir el cargo. Una hermosa mañana de domingo, meses antes de las elecciones, los Kennedy celebraron un picnic y Vidal se permitió invitar a Truman Capote. Después de pescar Kennedy y su señora, esa belleza anfibológica llamada Jacqueline, se dirigieron a la mansión familiar; Vidal y Capote los seguían por una vereda primorosamente rodeada de flores. El dramaturgo observó arrobado el trasero de Kennedy y le dijo a su amigo:
–Desengáñate, Gore, los norteamericanos jamás votarán por un culo como ese.
Truman Capote poseía, siquiera en potencia, la misma capacidad como analista político que Hermann Tertsch.
La tercera, en fin, es un memorable ensayo que Christopher Hitchens dedicó a demoler el “vomitivo culto a los Kennedy” que ya consideraba periclitado, pero todavía extrañamente vivo e incordiante. John F. Kennedy habría sido un presidente oportunista y negligente, incapacitado por sus enfermedades, dolores y drogodependencias durante la mitad del día y con un vago programa político que ni siquiera pudo o supo desarrollar durante sus poco más de dos años y medio como jefe del Estado. Por supuesto, Kennedy tenía enemigos, los enemigos de una familia muy rica, influyente e inescrupulosa, pero era innecesario matarlo para neutralizar su aguachirlesco reformismo político que, por otro lado, jamás amenazó los intereses estratégicos del estatus quo: durante su mandato comenzó la escalada militar estadounidense en Vietnam y no se avanzó un paso en materias como la sanidad o la educación públicas. Fue Johnson, ese tejano malencarado y malhablado, quien aplicó las políticas sociales que beneficiaron a millones de estadounidenses e impulsó la lucha por los derechos civiles. Las teorías de la conspiración, según Hitchens, resultan, en este y en otros casos, “humaredas exhaustas de la democracia”, el subproducto inevitable de una sobresaturación informativa tan poderosa que ha creado la fantasía dolorida de un estadista, un legado y una esperanza.
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