hambre

Desigualdad, pobreza y democracia

Un reciente informe sobre la desigualdad de Oxfam Intermón se suma – con sus peculiaridades analíticas – a los análisis de la OCDE y a consultorias españoles y extranjeras para evidenciar de nuevo que la desigualdad es a la vez resultado y estímulo del malestar económico y social que llamamos ahora mismo recuperación económica. Lo más obvio – la reacción inmediata – es que la desigualdad  — una desigualdad cada vez más amplia y brutal – representa una injusticia. Desde luego que lo es. Y la desigualdad de oportunidades no comienza en el sistema escolar, sino mucho antes, en la misma salud perinatal, como explica un reciente artículo de Héctor Cebolla y Leire Zalazar en politikon.es. Existen evidencias que sostienen que la desigualdad comienza en el primer minuto de la vida. En España el porcentaje de niños que pesa al nacer menos de 2.500 gramos ha crecido hasta llegar al 7,8% de los partos en 2013, lo que supone un incremento de más del 100% respecto a 1980. La inmensa mayoría de madres de ese 7,8% era desempleada, de clase trabajadora o media baja y con estudios primarios. Un escaso peso al nacer suele significar estadísticamente una morbilidad y mortalidad más tempranas y una salud adulta más frágil. Pero la desigualdad en las rentas – es decir en el acceso a la sanidad, a la educación y a la cultura – no es únicamente una injusticia estructural. Pasado cierto umbral – y sostenido además en el tiempo – equivale a una pésima noticia para el sistema económico en general y para un crecimiento sostenido y sostenible en particular.
Canarias es un mal ejemplo que viene estupendamente al caso. En los últimos treinta años el archipiélago ha sido incapaz de descender del 10% de desempleo; actualmente los parados todavía superan el 28% de la población activa, aunque se repitan con monótono entusiasmo que se están creando muchos empleos. Y se crean, pero para destruirse en pocas semanas o meses: en la hostelería turística, por ejemplo, el modelo de rotación de contrataciones funciona tan operativamente como en los años noventa, pero con peores condiciones laborales. El salario medio es inferior a los 1.400 euros mensuales y fuera del casi privilegiado mundo funcionarial apenas llega a los 900. Solo el 2% de la población gana más de 60.000 euros anuales. Las clases medias apenas representan el 25% de las familias. ¿Cómo puede tirar el consumo en estas condiciones? De ninguna manera: el pequeño comercio ha sido una víctima fulgurante de la recesión económica y han cerrado cientos de establecimientos desde 2008. ¿Cómo puede mejorar la productividad? Es imposible: la curva de la productividad desciende desde mediados de la primera década del siglo; aquí solo se entiende la mejora de productividad como salarios mezquinos y precariedad temporalizada. ¿Cómo puede crearse valor añadido en una sociedad económicamente dualizada, con una economía basada en la explotación intensiva de servicios turísticos y un desempleo estructural descomunal? Simplemente no hay manera.  Las altas tasas de desempleo, los salarios modestos, la decreciente productividad, el bajo valor añadido que genera la actividad económica no son circunstancias coyunturales, sino factores necesarios para la continuidad de un modelo de crecimiento económico basado en la construcción y el turismo de sol y playa. El turismo, ciertamente, nos quitó el hambre canina, pero amenaza con condenarnos a una desnutrición crónica.
Y como ocurre en el resto del mundo, la desigualdad – el nuevo nombre de la pobreza – es aquí, en estas ínsulas baratarias, la mayor amenaza para la supervivencia de los maltrechos principios e instituciones democráticas. Porque las transforma en cascarones amargos y vacíos, en muecas burlonas y doloridas de lo que una vez pudo haber sido y no fue.

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José Miguel Pérez y el hambre

José Miguel Pérez, vicepresidente y consejero de Educación del Gobierno de Canarias, debe estar muy satisfecho de sí mismo y cabe sospechar que se trata de una actitud de la que ha disfrutado durante toda su vida. Siempre que he escuchado al señor Pérez he percibido esa afabilidad superior y condescendiente, suavemente aplomada, de los que creen que sus razones y merecimientos se ajustan como un tanga al culo del Universo. Pérez afirmó anteayer que en Canarias nadie pasaba hambre y dejó más o menos claro que semejante prodigio evangélico era fruto de la presencia del PSC-PSOE en el Gobierno autónomo en los últimos cuatro años. Quizás si hubieran gobernado el PP, Izquierda Unida o los carlistas ya hubiéramos caído en el canibalismo.
La aseveración de José Miguel Pérez no es escandalosa porque sea totalmente inexacta, sino por su indignante frivolidad. Sacar en procesión de nuevo los datos resulta cansino; basta con señalar que en Canarias cerca de 50.000 familias viven entre la pobreza y la exclusión social y que varias organizaciones –entre ellas Cáritas – ha cifrado en más de 100.000 niños canarios los que reciben una ingesta insuficiente y mal equilibrada. Porque el pobre, además de comer poco, suele comer mal, y no por prejuicios alimentarios precisamente, sino porque no tiene un céntimo con el que pagar carne, frutas o lácteos. Probablemente la expresión del vicepresidente Pérez se ajustaría más a la verdad si hubiera dicho que en las islas nadie se muere de hambre, pero aun así las matizaciones, por un mínimo sentido de la decencia, resultarían obligatorias. No, ningún canario se muere de hambre, pero sí comienzan a ser médicamente evidentes los resultados de la malnutrición, sobre todo, entre niños y adolescentes: cefaleas, debilidad orgánica, crecimiento óptimo amenazado, mayor vulnerabilidad hacia infecciones y afecciones patológicas. Las consecuencias de todo orden de una malnutrición cronificada son realmente destructivos en el orden psicológico, familiar, convivencial, educativo. Presumir frente a esta situación de que la gente no cae fulminada por la inanición en las calles es bastante repugnante y apoltronarse en la medida de abrir los comedores escolares en verano (sin duda oportuna) pasa por olvidar la semiprivatización de estos servicios que el propio departamento que dirige José Miguel Pérez ha impulsado en los tres últimos años.
La candidata presidencial socialista, Patricia Hernández, se ha apresurado, por supuesto, a rechazar la satisfacción del secretario general del PSC-PSOE por las plácidas digestiones de todos los canarios. Claro que hacerlo así significa que Hernández está de acuerdo de que en el Archipiélago se pasa hambre después de cuatro años de estancia socialista en el Gobierno autonómico. Es el terrible dilema de Patricia Hernández: simular que los socialistas canarios no han participado ni son corresponsables, en la última legislatura, en los recortes presupuestarios y en la desertización de las políticas sociales del Ejecutivo presidido por Paulino Rivero.

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Fuera de lugar

En sus maravillosas memorias, Fuera de lugar, Edward Said escribió alertando sobre un nuevo chauvinismo africano: “Los peligros del chauvinismo y la xenofobia son reales. Es mejor la opción en que Caliban ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo y comprende la verdad compleja de su propia situación histórica y social”. En realidad la lúcida reflexión de Said sirve simultáneamente para los pueblos africanos y europeos. Loa africanos que intentan llegar a Europa a través de la emigración clandestina no empiezan a sentirse fuera de lugar en Berlín, en París o en Barcelona, sino en su propio país, donde son casi literalmente invisibles para los poderes públicos. Destruidos o sometidos a mercados controlados desde Europa los cultivos agrícolas, desbaratadas las administraciones públicas que a menudo son instrumentos de explotación de una minoría, privatizadas explotaciones mineras y empresas en manos de compañías multinacionales, los africanos huyen por el hambre y la insalubridad. No por la guerra, sino generalmente por su miseria y la de todos los suyos. Decenas de miles de senagaleses y malienses  intentan huir todos los años y Senegal y Malí son países tranquilos y dotados de instituciones semidemocráticas.  Tal y como recuerda Boubacar Boris Diop la sociedad civil africana también permanece callada ante las masacres de jóvenes somalíes, liberianos o marroquíes frente a las costas europeas. Incluso en sus países las élites políticas e intelectuales no quieren oír hablar de ellos.

Ante las miles de personas ahogadas en el Mediterráneo se escuchan voces redentoras que señalan el dedo acusador hacia los propios europeos. La prosperidad europea no es ajena al caos político africano, a su saqueo infame, a la pobreza creciente de la mayoría, a sus brutales desigualdades de renta. No mienten los acusadores, pero es más que dudoso que las clases medias y trabajadoras de Europa se sientan corresponsables de esta catástrofe indescriptible. No se reconocen como un aspecto parcial de la historia de todos los hombres y mujeres, sino como parte de una colectividad agredida cuya cohesión social está en peligro y  entienden al emigrante como un enemigo: las elecciones y sondeos electorales en todo el continente, desde Finlandia hasta Francia, así lo demuestran. Y sin embargo el aumento de medidas administrativas y medios militares – la fortificación del balneario europeo – no podrán evitar que el Mediterráneo se transforme en una fosa común para miles de jóvenes. Lo seguirán intentando una y otra vez y el mar se teñirá de rojo incesantemente. El éxito de Europa como fortín blindado será el fracaso de Europa como proyecto político. Seremos cada vez más viejos, cada vez más ineficientes, cada vez más solitarios, cada vez menos ciudadanos en democracias que se degradan alimentadas por nuestro propios miedos e impotencias y quizás una mañana, antes de emprender ese trabajo por 400 euros mensuales, descubramos nuestro propio rostro en el espejo de África. El siglo XXI amenaza con dejarnos a todos fuera de lugar.

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Desigualdad, hambre, democracia

El estremecedor retrato de la pauperización de la sociedad canaria que refleja el estudio de Foessa, una fundación de Cáritas, corresponde a un país inmerso en una crisis estructural a la que no se vislumbra ninguna salida. Un país que juega tramposamente a que su futuro solo puede ser la recuperación del pasado inmediato convertido en espejismo. Pero el informe de Foessa nos recuerda, sobre todo, que siempre se puede estar peor. Se escuchan martingalas y ocurrencias de políticos, empresarios o periodistas y se podría colegir de las mismas que hace diez años surfeábamos sobre olas de leche y miel. Nunca ha sido así y ya se harta uno de recordar que en estos peñascos jamás se ha descendido del 10% de desempleo y que las diferencias salariales, así como la distribución de la renta en el Archipiélago en el año 2004 ya diferían sustancialmente de la media española: salarios más bajos y mayor concentración de la riqueza. Simplemente partíamos de una situación peor cuando se abrió el abismo de la actual recesión en 2008. Todas las debilidades de la economía canaria (la dependencia de la construcción y el negocio inmobiliario y al mismo tiempo de las rentas que suponían los fondos, inversiones y subvenciones procedentes del Estado y la UE, la baja cualificación en materia de formación profesional y la mediocridad generalizada de nuestras universidades, el peso asfixiante de la administración autonómica como asignadora de recursos, la modestia de un Estado de Bienestar cuyo diseño redistribuye poco y mal, la productividad mengüante, el raquítico mercado regional, la selvática producción legislativa y reglamentaria que no impide, acaso pasa lo contrario, la actividad de una reducidísima élite empresarial extractiva) han quedado brutalmente al descubierto.

Y como consecuencia de ello – de nuestra ubicación en un sistema económico cuyo crecimiento se basaba en la construcción, la excepciones fiscales y las rentas de fondos públicos  bajo el  paraguas europeo, ahora casi reducido a un palo con el que impone la austeridad presupuestaria–  no solo el desempleo alcanza un nivel inusitado y ahí, en la cumbre más alta de la miseria, se congela. Es que el ascensor social en Canarias ya solo circula hacia abajo. Las clases medias se empobrece y la miseria salarial consigue que en una familia de seis miembros los inestables curros del padre y la madre no rompan el amargo cascarón de la pobreza. La pobreza ya no resulta una situación coyuntural más o menos prolongada, sino una condena perpetua para toda la familia. Una alta desigualdad – leáse a Joseph Stiglitz – no consiste únicamente en cientos de millares de vidas desgraciadas que supuran sufrimiento cotidiano. La desigualdad creciente y crónica fomenta una economía menos eficiente y menos productiva, desgarra la cohesión social y amenaza el propio sistema democrático. En Canarias miles de personas se acercan paso a paso a la frontera de la inanición, pero también las democracias se mueren de hambre. Se mueren cuando hay hambre.

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Hambre

El pasado fin de semana muchos cientos de padres de Santa Cruz de Tenerife – probablemente varios miles en toda la isla – esperaron con cierta angustia la decisión del Gobierno autonómico de suspender o no las clases en las horas siguientes. Finalmente se confirmó la mala noticia: los colegios permanecerían cerrados durante el lunes. Estos cientos de padres de la capital tinerfeña – varios miles en toda la isla – no estaban preocupados por los efectos del temporal de viento y lluvia. El temporal no mataría a nadie. Estaban preocupados porque, en el caso de cierre escolar, sus hijos no tendrían qué comer.

En muchos barrios de Santa Cruz (pero en especial en el distrito suroeste) el único desayuno o almuerzo que toman los niños es el que le sirven en las escuelas. Hace unas horas lo denunciaban las asociaciones de vecinos y la denuncia se corresponde con espantosa precisión a la realidad. Muchos profesores están pagando bocadillos o traen una bolsa de piezas de fruta al centro. Las mismas empresas de transporte escolar hacen a menudo otro tanto. Todos de su propio bolsillo. En la capital de la isla cientos de niños comienzan a sufrir desnutrición. Se desmayan durante las clases, padecen migrañas terribles durante toda la mañana y en los últimos meses una estampa espeluznante se puede ver en muchos centros: niños y preadolescentes que, en la hora del recreo, se limitan a sentarse en unas escalones, con la mirada perdida y sonrisas exangües,  para esperar a que pasen los minutos. Están demasiado débiles para jugar, correr, saltar. Y algunos saben, sin duda, que si lo hacen el aguijón del hambre les atormentará muy poco tiempo después. No sé si todo el mundo me entiende. Es el hambre. Sentir que te roen las tripas. Quedar apenas satisfecho con un jugo diminuto y medio de choped del que se devora fieramente hasta la última migaja. Es el hambre y toda su pavorosa secuela de miserias físicas, morales y espirituales. El hambre que si se prolonga días, meses, años, solo lleva a la desesperación, la idiotez, la extinción de cualquier proyecto vital basado en la dignidad y el respeto. Aquí ya pasea el hambre por la calle y por los colegios y al que no lo quiera ver o admitir nada le será perdonado cuando llegue el momento, y el momento quizás no se exprese en las urnas. No son ustedes invulnerables, intocables o imperceptibles. Sobre todo cuando rechazan, hasta en el Parlamento, un plan de choque contra la pobreza de treinta cochinos millones de euros.

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