Imágenes de la autopista del Sur en Tenerife. Colas kilométricas ayer, al comienzo de vacaciones de Semana Santa. Pero también se producen atascos, por ejemplo, en la carretera de acceso al pueblo de Masca. Los que tocan con cierta furia las bocinas de sus vehículos son peninsulares y extranjeros, pero también canarios. Las grandes inversiones en nuevas instalaciones turísticas generan protestas –generalmente minoritarias, pero retomadas por partidos políticos parlamentarios y proyectadas por los medios de comunicación – en Tenerife y en Fuerteventura, pero también en La Palma y La Gomera. La turismofobia tal vez no sea popular, pero es acogida cada vez con más simpatía por los isleños. Es un estadio curioso: “Yo sé que el turismo nos da de comer y que no dejen de venir turistas, pero estos pibes y pibas que protestan tienen razón, muy bien por ellos, ya está bien”. Nuestra esquizofrenia tranquila, tradicional, entre mosqueada y resignada. Parece que hemos llegado a una situación insoportable y pronto no podremos avanzar un paso –algo así como la Humanidad de la película distópica Cuando el destino nos alcance — sin pisotear a alguien o ser pisoteado. El origen de esta percepción de asfixia y acorralamiento – que por supuesto tiene una base fáctica, pero que es una y otra vez presentada como una coyuntura preapocalíptica – se enlaza con la extensión del turismo en las islas con su secuela de cemento, hormigón, gentrificación, alza del coste de la vida y y concentración demográfica — en todo el imaginario popular. Una vida cada vez más cara, más difícil y más ingrata termina por la estigmatización del turismo en ese imaginario atormentado. No es algo nuevo. El turismo siempre ha sido esperanza y amenaza, pasado y futuro, una fuerza ante la cual se reivindica una identidad territorial y cultural que al mismo tiempo se ofrece como objeto de consumo, tal y como intentó enseñarnos Fernando Estévez.
Y, sin embargo, Canarias ha perdido camas en los establecimientos hoteleros y extrahoteleros entre 2015 y 2022, y solo una parte de dicha pérdida –sustancial, pero no mayoritaria – tiene que ver con los efectos de la pandemia o la pospandemia en 2020 y 2021. En los últimos siete años han cerrado 685 establecimientos (hoteles, apartamentos y apartahoteles, hostales y pensiones) y unas 68.200 camas. Más de la mitad de las camas hoteleras y parahoteleras perdidas corresponden a la isla de Gran Canaria. ¿Cómo es posible entonces que aumente el número de turistas y la ocupación se incremente hasta el 95% en los sures isleños? Por supuesto, la sobreexplotación es una razón pero, sobre todo, esta saturación se explica porque la mayor parte de las camas las ha perdido el sector turístico, pero no han desaparecido. Han pasado al alquiler residencial y al vacacional. Como operan legal y fiscalmente en la sombra es imposible calcular porcentajes, reflexionar sobre cifras precisas, trazar una radiografía plenamente fiable. Pero son muchos miles las camas de alquiler vacacional en todas las islas, incluidas las llamadas menores. En un territorio como La Gomera, por supuesto, son mayoritarias, y no han dejado de incrementarse en la última década. En una localidad tan modesta como Tamaduste, en El Hierro – un lugar que amo y al que nunca volveré – puede encontrar el interesado una decena de establecimientos de alquiler vacacional. Estos negocios ni informan a la policía de la llegada de huéspedes, ni pagan impuestos, ni en el caso de contratar a trabajadores para el mantenimiento de las casas o las habitaciones, se les asegura según las condiciones del convenio colectivo turístico. Mientras los grandes hoteles (lujo y superlujo) han visto disminuir sus márgenes de beneficio una oferta ni profesional ni socialmente responsable no ha parado de crecer.
Cualquier simplificación a la hora de relacionar industria turística, superpoblación, nuevas formas de pobreza y exclusión social y degradación medioambiental es peligrosa. Superemos las fantasías de prosperidad ilimitada y las obsesiones ideológicas de control irrestricto. Nos urge que se abra un debate realista –basado en los datos y no en los sentimientos — para un futuro habitable en un país digno de ser amado.