ideología

La amenaza de la patria

Créanme, pibes y pibas del reciente milenio: la patria es una amenaza, la patria es un peligro, la patria es una ofensa a la razón y una máscara dignificadora de lo más injustificable y atrabilario. Hoy (ayer para ustedes) se celebra el día de una de las patrias, una chiquitita, la que más a mano nos queda, y acabo de escuchar a una cuadrilla vestida de magos dándole al timple y cantando una seguidilla y berreando, de vez en cuando, el nombre de Canarias, y a primera hora leí a un erudito profesor en un periódico lo que significa Canarias y las redes sociales se han llenado de fotos de los esplendores y bellezas de Canarias, y aprovechando esta postiza efemérides, debo advertírselo e insistir, pibes y pibas, aunque lo haga hoy martes para no ser tildado de aguafiestas: tengan cuidado con la patria, con su supuesta patria, con cualquier patria, porque se las cuelan con el primer biberón — pena que no sea siempre espesado con gofio — y actúa como una vacuna insuperable y sutil contra cualquier anhelo crítico, contra cualquier criterio individual, contra cualquier sana y estimulante extrañeza, contra cualquier lucidez desesperada, que es la única lucidez que de verdad vale la pena.
No es cierto que todos seamos nacionalistas como todos tenemos nalgas. Pero lo que sí es verdad es que todos los partidos políticos son desaforadamente patriotas. Los de Partido Popular venden nacionalismo español, el PSOE nacionalismo progresista, Podemos y sus recientes comparsas el patriotismo de izquierdas de un pueblo revolucionario en construcción y referéndum para todos, Ciudadanos un nacionalismo constitucionalista, pero menos, y no hablemos de los propiamente nacionalistas y regionalistas. Quizás todas las patrias no sean estrictamente intercambiables, pero todos los sentimientos patrióticos, terruñeros, telúricos hasta lo insonsable, lo son plenamente. La indescriptible emoción de haber nacido en un lugar y no en otro, el vicio de ser un resultado y jamás un proyecto, los cuatro chismes de gestas históricas que convierten el Universo en un telón de fondo para nuestra inopia, la mentira de una raza noble y primigenia, la mitologización de un paisaje que se lo come ontológicamente todo sin dejar un mínimo distanciamiento para la reflexión ni para la experiencia. El amor a una tierra es aun más idiotizador que el amor a un ser humano. Nosotros, los isleños, vivimos incrustados en un paisaje como un cólico en un riñón. “Haber amado un horizonte es insularidad, / ciega la visión, limita la experiencia. / El espíritu es voluntarioso,/pero la mente en sucia./ La carne se consume a sí misma bajo sábanas espolvoreadas de migas,/ ampliando el Weltanschauung con revistas”.  Derek Walcott, otro isleño,  sabe de lo que habla. Lo importante, pibas y pibes, es detectar el mentiroso perfume de la patria cuando les intenten vender no una papeleta, no unas siglas, no una ideología, sino lo más obsceno de todo: un sentimiento. Las patrias te prostituyen sentimentalmente. Quieran a la patria con distancia, con desconfianza, con un pizco de ironía y la cabeza bien despierta; quiérela como se merece, como una hermosa y a veces interesante farsante que nunca es quien dice ser. Y cuando alguien te lo reproche, no muevas un músculo y cita a Santayana: “Me parece una terrible indignidad tener un alma controlada por la geografía”. Si pueden decirla en inglés, mucho mejor, por supuesto.

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Identidad ideológica y batallitas culturales

La grotesca y preocupante detención de los miembros de la compañía Títeres desde Abajo puede abrir paso a una reflexión sobre la batalla cultural que la llamada nueva izquierda – ligada a Podemos y a diversos partidos nacionalistas, pero también a los procesos de mareas y protestas ciudadanas de la última década – parece empecinada en desarrollar en cuanto llega al poder. Ignoro si el espectáculo ofrecido por los titiriteros disparatadamente detenidos e incluido en la programación del ayuntamiento de Madrid forma parte de este combate, aunque cabe imaginar su calidad de colaborador necesario. Sí, ciertamente. Títeres desde Abajo había sido contratado por el ayuntamiento capitalino durante el gobierno de Ana Botella, pero se me antoja harto dudoso que ofreciera las mismas obras. Espero que no se me entienda demasiado mal: la detención incondicional de los titiriteros es un abuso escandaloso y deben ser puestos en libertad cuanto antes. Pero creo que no resulta superfluo meditar sobre la obsesión identitaria de la izquierda en el poder municipal y autonómico, sobre todo, cuando podemos estar en vísperas de su llegada al corazón del poder ejecutivo del Estado. La priorización de batallas culturales en la agenda política que se plantean como justicieros actos de fé.
Algunas de estas obsesiones — en su origen, al menos en parte, muy justificadas y justificables – han cosechado un ridículo espantoso, como el programa de eliminar calles y placas supuestamente ultraderechistas o franquistas del mapa de Madrid. Las prisas sectarias,  una engolada y pavorosa ignorancia y una parcialidad insufrible han terminado con un nuevo escándalo en el equipo de Manuela Carmena (memorable la intervención del concejal del PP Pedro Corral detallando los olvidos, burradas y dislates de la comisión encargada del cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica). Son pasmosas igualmente las fieras acometidas contra la tauromaquia, las mendacidades proferidas por este o aquel obispo, las corbatas y los trajes en las Cortes o las procesiones y festividades religiosas. Los representantes de las nuevas izquierdas dedican horas de declaraciones y tertulias sobre tales asuntos, que en su agenda pública reciben mucho más tiempo y atención que el desempleo, los problemas de la vivienda, la criminalidad o la situación de ancianos y dependientes. No se ofrece tanto el cumplimiento de un programa político – con sus prioridades, acciones y argumentos — como la salud adolescente de una identidad ideológica que se presenta como irreductible frente a otras. Y por supuesto, a la hora de ofrecer productos culturales, pues se ofrecen de izquierda de la buena. Lo malo es que entre la producción cultural de izquierdas está Bertold Brecht, pero también Facu Díaz: la diferencia entre un genio progresista pero complejo y debatible y un chistoso sin gracia al que el  capitalismo intenta eliminar con la invención de la bollería industrial.
En último término es una deslealtad hacia el elector privilegiar tu identidad ideológica sobre tu programa de gobierno. Lo que estás intentando –aparte de darte gustito – es incendiar a tus devotos y al mismo tiempo opacar los incumplimientos, tardanzas y torpezas en superar todos los problemas y conflictos que prometiste solucionar.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Sampedro como símbolo ortopédico

Hace unos días falleció, a los 94 años, el escritor y economista José Luis Sampedro. Su muerte ha conmovido a muchos millares de personas en este país, pero no por la desaparición de un gran novelista o un relevante científico social – no fue ninguna de las dos cosas — sino por las actitudes políticas de Sampedro en los últimos años de su vida, que lo convirtieron en un referente de movimientos sociales como el 15-M o Democracia Real y de muchos colectivos y ciudadanos de las izquierdas que desprecian o abominan del orden constitucional o de las veleidades de una desacreditada socialdemocracia. Yo creo modestamente que esta fulminante y sentida idolatría por el profesor Sampedro representa bastante acertadamente la confusión, a ratos delirante, en el que vive instalado este país y, más concretamente, la puerilidad ideológica de amplios sectores de las izquierdas españolas.

Para decirlo con rapidez, pero sin excesiva injusticia, José Luis Sanpedro no hizo absolutamente ninguna aportación intelectual para comprender más y mejor la situación política, económica y social que padecemos: esta crisis sistémica que ha degradado (y descubierto la degradación) de la democracia parlamentaria, está desarbolando el Estado de Bienestar, abriendo vertiginosamente la brecha de las diferencias de renta y llevando a la ruina a cientos de empresarios y al desempleo y la exclusión social a millones de personas. Si se revisan los contados artículos y conferencias de Sanpedro dedicados a esta catástrofe – son muchas más numerosas sus entrevistas, discursos y actos públicos – se descubre que el escritor se limitó –quizás no podía ni quería hacer otra cosa – a comunicar dignamente su rechazo moral frente a esta situación, pero absteniéndose de interpretar o explicar nada en absoluto. Sanpedro, para decirlo brevemente, expresaba un rechazo, no explicaba una situación. ¿Por qué ocurre lo que está ocurriendo y cuáles son las alternativas? Cuando se le planteaban estas preguntas, obviamente, el economista insistía en lo mismo: en sus razones éticas. Pero analíticamente no avanzaba un paso. Bien: esa fue la opción de Sampedro. Lo malo es comprobar como sus trémulos o postizos seguidores (la gran mayoría de los cuales no habían leído ninguno de sus textos de economía y quizás apenas hojeado alguna de sus novelas, las meritorias, como Octubre, octubre, o las ilegibles, como La senda del drago) toman esta limitación al pie de la letra y se extasían ante afirmaciones como “actualmente el dinero está por encima de las personas”, un aserto que podrían suscribir curas trabucaires, Hans Christian Andersen,  Ezra Pond o alguna improbable –pero no inimaginable –bisabuela de Rodrigo Rato. Tomar estas simplezas como un diagnóstico cabal de lo que ocurre, confundir una postura moral con la comprensión de un hecho o un conjunto de hechos, no es precisamente un ejercicio de lucidez ni contribuye, al fin y a la postre, a mejorar absolutamente nada. Las convicciones morales de Sanpedro solo son compartidas por aquellos previamente convencidos de las mismas, y sirven, por lo tanto, para vestir o desvestir cualquier santo o demonio del imaginario de las izquierdas.

Para esa labor de sastrería ideológica, por supuesto, conviene obviar la biografía de José Luis Sampedro: un hombre muy inteligente y de múltiples curiosidades que llegó a la cátedra universitaria a finales de los años cuarenta, en pleno franquismo duro, y que hizo carrera en el Banco Exterior de España – un organismo público – hasta llegar en los años cincuenta al rango de subdirector general. No entiendo muy bien su distinción entre “las dos clases de economistas”, es decir, “los que hacen más ricos a los ricos y los que hacen menos pobres a los pobres”. Al menos en su carrera profesional, Sampedro, además de la cátedra universitaria, donde fue un espléndido profesor, desarrolló todo su trabajo en el Banco Exterior, cuya denodada lucha contra la pauperización es, para mí, todo un misterio. Fue en los años sesenta cuando José Luis Sampedro, fruto sin duda de una reflexión interior, decide abandonar España y dedicarse a enseñar en universidades estadounidenses, hastiado de las miserias intelectuales y de la brutalidad política del franquismo, del que ya abominaba abiertamente. Pero no cabe olvidar que, a su regreso, en absoluto defiende posiciones de extrema izquierda. De hecho se le propone y acepta ser designado senador real en 1977. Tal vez no se recuerde ese invento de los senadores reales. Fue una de las irregularidades más notables (y menos recordadas) en los inicios de la democracia parlamentaria española. Ese año se celebraron elecciones democráticas por primera vez desde 1936, pero el jefe del Estado se reservó, por sus reales gónadas, el nombramiento de un amplio grupo de senadores. El objetivo estaba claro para todo el mundo: controlar hasta cierto punto la Cámara Alta, en especial, en previsión de la apertura de un proceso constituyente, y ocurría que a) las izquierdas y los nacionalistas se ponían muy farrucos o b) entre los reformistas procedentes del franquismo se levantaba un bloque demasiado inmovilista. Sampedro –como otro escritor, Camilo José Cela – tomó posesión del escaño tranquilamente, como tranquilamente ocupó su lugar en la Real Academia Española. No digo nada de esto en demérito del profesor fallecido. No encuentro en esta evolución nada reprochable; incluso, bien al contrario, tiene aspectos, a menudo, dignos de admiración, y casi siempre, merecedores de respeto. Pero Sanpedro –digámoslo así – no fue una versión tardía y carpetovetónica de Jean Paul Sartre. No fue un incansable opositor a las fantasmagorías de la democracia parlamentaria ni a las maldades del capitalismo. Fue un intelectual que evolucionó desde los institutos conservadores de su clase social a posiciones democráticas en lo político y socialdemócratas en lo económico y que mostró en todo momento una coherencia muy estimable. No es casual, por ejemplo, que se ocupara de traducir el curso de economía moderna de Samuelson al español. Esta evolución, a lo largo de medio siglo, choca, sin embargo, con la simplificación, el sectarismo derogatorio y las condenas sumarísimas que se pueden detectar desgraciadamente entre las izquierdas que lo hermanaban, como una pareja de abueletes heroicos, con Stéphane Hessel.

Y eso no. Un respeto, caramba. Que Sampedro sabía escribir.

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