Creo que siempre hay que agradecer la participación en un acto tan imprudente como la presentación de un libro. Los libros, ya se sabe, se las arreglan perfectamente para presentarse a sí mismos. Cualquier libro se presenta a sí mismo mejor, por ejemplo, que cualquier concejal imaginable. Por eso mismo las presentaciones de libros – y más en una Feria del Libro – pueden ser confusas y hasta contraproducentes. En realidad las presentaciones más tolerables son una celebración: la conmemoración de un libro necesario, un libro que ha sido necesario para el autor y que aspira ser necesario para los demás. Mi única excusa para participar en esta presentación es la amable e inesperada invitación que me hizo su autor, Francisco León, que tienen ustedes aquí, de cuerpo presente, y mi única autoridad es la de un lector cualquiera, un lector omnívoro y maniático, pero por lo demás tan lector y únicamente lector como cualquiera de los presentes.
Es curioso que las presentaciones de libros hayan aumentado exponencialmente mientras cada vez se conoce peor, incluso entre los lectores habituales, lo que realmente merece la pena ser leído. En este sentido la mejor poesía – y una parte no desdeñable de la mejor prosa – que se practica actualmente en Canarias es casi perfectamente desconocida. Son poquísimos los lectores de Melchor López o Bruno Mesa. A cualquiera puede ocurrírselas respuestas más o menos verosímiles para interpretar este hecho tan modesto como molesto: desde la desertificación de la crítica literaria en este país hasta la casi desaparición de las revistas culturales que, en el pasado, marcaron el desarrollo de la cultura literaria en Canarias, pasando por la ausencia de interés que, con muy contadas excepciones, se registra en los medios de comunicación isleños, donde solo suele caber la cultura transformada en espectáculo simiesco y beleño narcotizante para los fines de semana. Como suele ocurrir en Canarias, hemos llegado tarde. Me explico: crítica, revistas, prensa y academia universitaria solían articular un sistema prescriptor de valoración de obras, tendencias y gustos que ha sido carcomido por los procesos de concentración del mercado editorial, la publicidad y el poderío ambigüo de Internet. Pero seamos realistas. En Canarias ese sistema prescriptor – lo mismo que el apetito cultural de nuestra burguesía y nuestras clases medias – nunca fue, en realidad, demasiado potente, demasiado cohesionado, y ahora cualquier pretensión de rigor valorativo y jerarquización estética suele ser desdeñada, cuando no ridiculizada, como una petulante intromisión en la feliz democratización del gusto. Por supuesto, esta exclusión incluye, y en primer lugar, a la poesía, simplemente porque la poesía no es espectáculo, la poesía es intraducible a cualquier otra palabra que no sea la suya, la poesía no puede ser objeto de intercambio. Personalmente no creo que se trate de una desgracia, sino más bien de todo lo contrario. La poesía es exigente, esquiva, antiinstrumental y ambigüa: solo en esa ambigüedad duramente conquistada puede encontrarse la fulgurante exactitud del poema. La poesía es un saber y solo se puede acceder a ese saber a través de una extraña, errática e intensa disciplina. La poesía, por la tanto, está bien donde está, espléndida, luminosa, oscura y sola. Siempre me ha parecido extraña esa aspiración de universalizar lo que solo puede abrirse a un alma dispuesta a enloquecer. La imagen de 50.000 personas en un estadio que en vez de disfrutar de un partido de fútbol se pongan a recitar a Hölderlin es, francamente, una aspiración social o cultural un poco intranquilizadora.
Francisco León es esencialmente un poeta, aunque ahora nos presente aquí un libro de relatos titulado Instante en Lucio Fontana. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Hace ya demasiados años recuerdo haber escrito de la irrupción de los cien mil hijos de San Andrés Sánchez Robayna en la poesía canaria y española. Por supuesto, exageré un poco el número, pero la alusión se refería a la fuerza, el empuje y el entusiasmo de un apreciable número de poetas que, en las aulas de la Universidad de La Laguna, encontraron en el magisterio del profesor Sánchez Robayna la fortuna de una lección permanente de curiosidad, de exigencia, de rigor y riqueza de autores, fuentes y contextos. A estas alturas del siglo XXI no cabe hablar de escuelas sin hacer el ridículo, y ni profesor ni exalumnos admitirían tal desafuero, digamos, por tanto, que de la revista Paradiso (1993-1995) y del Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna — una experiencia esta que no ha sido suficientemente valorada dentro y fuera del ámbito universitario canario – han partido una constelación de poetas y escritores con una obra independiente y autónoma, algunos de los cuales (León entre ellos) han mostrado una actitud activa y hasta debeladora en defensa de su concepción de la poesía, proclamándose esforzados herederos de las vanguardias históricas, y no han hecho ascos a la hora de entrar en debates y querellas que piadosamente omito. Más interesante y perdurable es la labor difusa y crítica que Francisco León y otros compañeros – especialmente Alejandro Krawietz han hecho en revistas como Can Mayor, Vulcano y, sobre todo, Piedra y cielo, que se edita en la red, cuyo suplemento de crítica Sur Absoluto, es uno de los espacios de análisis sobre la maltrecha cultura isleña más lúcidos e independientes que pueden encontrarse por estos andurriales. A la hora de definir aproximadamente su poética, León ha apuntado: “Estoy convencido de lo siguiente: tomar conciencia de uno mismo con respecto al mundo y del lugar que ocupamos en él y en qué modo lo ocupamos, es decir, en relación a qué fundamentos morales y espirituales vivimos, es sin duda uno de los peligros que entraña la verdadera poesía. ¿Por qué? Porque la poesía es una autoplasmación de la conciencia, es una liberación del ser, es un antídoto contra los prejuicios y las verdades impuestas. Y cuanto más honda, trascendental y compleja sea la poesía, mayores serán sus efectos liberatorios sobre nosotros. Para André Breton y los surrealistas éste era un razonamiento indudable: la poesía despertaba al hombre o a la mujer verdaderos que llevamos dentro de nosotros. Es un tipo de revolución —y he aquí lo mejor de los poderes de la poesía— únicamente individual. Por lo tanto puede decirse que se trata de una revolución lenta, es cierto, pero que no da pasos atrás, puesto que nadie que alcanza un tipo de videncia superior elige como solución ulterior la ceguera”. La bibliografía de Francisco Léon incluye Cartografía (1999), 8 Pajazzadas para Salomé (1999), Tiempo entero (2002), Ábaco (2003), Terraria (2006), Dos mundos (2007), Aspectos de una revelación (2012), Heracles loco y otros poemas (2012), así como una novela, Carta para una señorita griega, publicada por Artemisa en el año 2009 y que, como se decía antiguamente, no tengo el gusto de conocer.
Terraria, concretamente, es en mi muy humilde opinión uno de los libros más deslumbrantes y perfectos que nos ha deparado la poesía canaria a principios de este siglo. Es un libro escrito en prosa, pero es, naturalmente, un poema, un conjunto orgánico de poemas. Para un poeta la elección entre la prosa o el verso es solo la elección entre dos estructuras musicales y es la sustancia poética la que toma la decisión de elegir entre uno u otro: el autor no tiene casi nada que decir al respecto. Terraria, que ganó el I Premio de Poesía Márius Sampere en lengua castellana, indaga en un paisaje que es el paisaje insular y al mismo tiempo reflexiona vertiginosamente sobre su sombra y a veces su reverso: la desolación, la soledad, la devastación, la muerte o, si se prefiere, la insignificancia, el significado en el límite de la expresión, en el límite (también) del propio paisaje. En cambio, los relatos de Instante en Lucio Fontana son otra cosa. Francisco León ha desembarcado en el territorio del relato, que tiene sus propias leyes, incluso sus propias leyes que fragmentar, romper o disolver. La narrativa exige (frente a la expresión poética) un desarrollo retórico, la elección de una retórica para poder completar su misión. Y como quizá podría esperar el lector del Francisco León poeta, ensayista y polemista, la retórica que ha elegido el autor es la retórica de la ironía.
“La ironía es sana en cuanto libera al alma de las trampas de la relatividad; es una enfermedad en tanto en cuanto es incapaz de tolerar lo absoluto excepto en la forma de nada, y sin embargo esta enfermedad es una fiebre endémica que solo contraen determinados individuos, y que superar todavía menos”. En esta cita de Kierkegaard, un ironista insuperable por cierto, están cifrada la virtud y el error de la ironía como retórica narrativa, y e a mi juicio Francisco León, con Instante en Lucio Fontana, ha domeñado y superado esa fiebre endémica que eligió como instrumento narrativo en su nuevo libro. La ironía no es una cosa de broma (aunque alguno de los relatos de este volumen inviten a una sonrisa más o menos malévola y regocijada): es un artilugio que permite distanciarse de lo narrado y adivinar nuevas perspectivas, es desenvolver sobre el lector todo aquello del que el lector se consideraba liberado, cuando no inocente, es descubrir con un escalofrío que el observador puede ser la presa y también absolutamente lo contrario, es fundir la cara y el revés del relato, es tal vez – y lo encontramos en varios de los cuentos – la única manera narrativa en la que tratar el eros como una victoria, una enajenación o una miserable pesadilla simultáneamente. Al leer (y escribir) bajo un código irónico leemos la vida misma, y al abordarla nos basamos en nuestras relaciones con los demás. Por esta razón la ironía – una ironía inteligente en un lenguaje preciso, rítmico, elegante, una pizca escéptico sobre sí mismo, como el que caracteriza a Instante en Lucio Fontana – es un camino de acceso maravilloso para todo el arte de la interpretación: saca a la luz las complejidades ocultas, hirientes y gozosas, que integran las relaciones entre los hombres, entre la memoria y el deseo, entre la perplejidad y las acechanzas de lo real, entre la desolación cotidiana y nuestras pequeñas y mefíticas quimeras diarias.
Casi todos los relatos reunidos en Instante en Lucio Fontana tiene la potencia suficiente para convertirse en novelas, pero obviamente al autor no le ha interesado este camino, porque su interés más central t definitorio no está ni en las tramas ni en los personajes ni en las psicologías ni en ninguno de los adminículos damasquinados de la tradición novelística. Si Francisco León eligió esa retórica de la ironía es, por supuesto, porque lo que le interesa fundamentalmente es el lenguaje y la ironía suprema consiste en saber que son las palabras las que ocultan los que dicen. Es la exploración del lenguaje (a veces en un ejercicio casi caricaturesco, otras optando por una vía alucinatoria) donde más brilla el talento del autor y el sentido último de este magnífico ejercicio escritural. No hallarán ustedes en Instante en Lucio Fontana ni la más tenue sombra de costumbrismo terruñero, ni de chismografía paisajística, ni de distracciones de un barroquismo de corta y pega, ni espacios espirituales en recintos telúricos que pudieran interesar a la Dirección General de Cultura del Gobierno de Canarias, sino un libro de relatos inteligente y lúcido, cortante como un cuchillo y extrañamente plácido, divertido y desolador, hipnótico e inmediato. Unos cuentos para disfrutar aprendiendo a disfrutarlos. Muchas gracias, Francisco León, por esta oportunidad para charlar, y muchas gracias por su presencia a todos ustedes.