Es una anécdota que he escuchado en muchos sitios, yo la oí por primera vez en boca de Gilberto Alemán, que me definió una vez el insularismo como “un delito de lesa patria canaria” o algo así. A principios de los años cincuenta dos chicharreros bajaban en el viejo tranvía a Santa Cruz y en el horizonte se dibujó, nítida, la silueta de la isla de Gran Canaria, y uno de los amigos le dijo al otro: “Carmelo, que clarita se ve hoy Gran Canaria”, y el otro, frunciendo el ceño, declaró: “Sí. Qué querrán”. Si confío en que el insularismo ya no forma parte de la dinámica real de la vida pública de Canarias, y ha quedado reducido a un (peligroso) recurso propagandístico de partidos y líderes, es porque hoy no escucho en el tranvía conversaciones tan ocurrentes como esa, y porque para miles de adolescentes y jóvenes Gran Canaria (o Tenerife) es una prolongación de su propia isla, de sus experiencias y sus expectativas vitales.
El insularismo tienen su explicación histórica, como el cáncer tiene su explicación médica, pero es una patología política sumamente dañina y sus restos incandescentes contribuyen aun a dificultar la construcción de una comunidad unitaria con capacidad para dedicarse enteramente a sus problemas estructurales: su modelo de desarrollo y conexión en un mundo globalizado, ferozmente competitivo y en mutación continua; su declinante productividad y escasa cualificación profesional; su altísimo desempleo, la rampante desigualdad social, su insuficiente (y deficiente) sistema de servicios públicos y la baja calidad de su democracia. “La ideología dominante”, escribió Marx, “es la ideología de la clase dominante”, y este aserto se cumple escrupulosamente con el insularismo, ideología de combate entre las oligarquías tinerfeñas y grancanarias durante más de siglo y medio que terminó contaminando con sus ridículas miasmas hasta a las clases más humildes, especialmente en la isla occidental. El insularismo no deja de ser una manifestación doctrinal (y una estrategia política en su momento) de la tesis del enemigo exterior. Si algo marcha mal – advertía el bloque de poder isleño en uno u otro territorio — la culpa es de los de fuera. Que los de fuera sean zarrapastrosos como yo que viven a cien kilómetros de la costa no tenía apenas importancia. Tenerife impedía el crecimiento de Gran Canaria. Gran Canaria amenazaba el futuro de Tenerife. En un espacio físico y mental tan diminuto – el parterre de nuestra estupidez idiosincrásica – incluso tuvimos ocasión de construir estereotipos. El grancanario era un negociante capaz de vender a su madre al mejor postor y el tinerfeño un gandul presuntuoso con ínfulas de grandeza insoportables que hablaba del Teide como si fuera producto de su esfuerzo personal.
Las élites de las islas centrales no actuaban irracionalmente desde la óptica de sus intereses a corto y medio plazo. Tal y como señala el historiador Antonio Macías “la vía de acceso al capitalismo decimonónico fue la isla, no el Archipiélago; de ahí que las élites insulares rivalizaran por el control de los recursos externos que podían maximizar sus estrategias productivas, y de ahí que no fraguara un movimiento nacionalista potente en este periodo histórico”. Para la captación de recursos externos devenía imprescindible la capitalidad, y más tarde, la provincia propia, es decir, el control de la administración local, la vía para un diálogo autónomo con Madrid, una palanca política y burocrática para la presión, la influencia y la innovación, y en eso se volcó el bloque de poder de Gran Canaria, mucho más lúcido, proactivo y ambicioso que el tinerfeño durante la Restauración canovista, y que tuvo además un inteligente paladín en la figura de Fernando León y Castillo. Después de un breve periodo de distensión signado por la Ley de Cabildos de 1912 se recrudeció la batalla política y periodística hasta que un decreto de Primo de Rivera vino a crear la provincia de Las Palmas en 1927. Después de la guerra civil, el insularismo quedó congelado durante los casi cuarenta años de dictadura franquista, pero las fiebres pleitistas arreciaron de nuevo en la creación de la Comunidad autonómica. El insularismo redivivo fue el caldo de cultivo de las Agrupaciones Independientes de Canarias y sin duda influyó notablemente en que se eligiera como circunscripción electoral la isla y no la provincia. El último episodio embadurnado de insularismo fue la reclamación de un nuevo colegio universitario residenciado en Las Palmas de Gran Canaria en 1989.
El insularismo como praxis política no puede prosperar en la Comunidad autonómica: el partido que lo practique tenderá a suicidarse en el plazo de pocas legislaturas. Pero el insularismo sigue funcionando como mecanismo propagandístico y como método de descalificación política. Cuando Carlos Alonso o Antonio Morales adoptan posturas insularistas están dedicándole carantoñas a su parroquia, sin prejuicio de que lleven encriptadas mensajes a sus socios de coalición, sus superiores jerárquicos o sus propias ambiciones. Alonso lo emplea sobre todo para coagular su liderazgo todavía demasiado líquido y Morales busca a la vez ser el supremo defensor de Gran Canaria y el guardián de las esencias de la izquierda frente a un Gobierno autonómico que, pese a la presencia socialdemócrata, considera básicamente conservador. Por ese camino, por supuesto, se corren riesgos innecesarios. Alonso puede juguetear con la estabilidad del Ejecutivo regional. Morales y sus compañeros de partida hablar del Cabildo de Gran Canaria como un “contrapoder” frente a las instituciones controladas por “la vieja política reaccionaria y enemiga del cambio”. Pero los cabildos no son instrumentos de contrapoder, sino instituciones de la Comunidad autonómica, y pervertir su naturaleza política y administrativa a favor de un proyecto político concreto supone todo un aldabonazo antidemocrático.
El pleitismo es, en definitiva, un viejo y reconocible fantasma que todavía nos visita cuando arrecia una crisis, fracasa la voluntad de diálogo o se busca fidelizar electoralmente a los tuyos o conseguir titulares martirológicos. El mismo Fernando Clavijo es acusado de insularista porque “enfrenta a las islas menores con las mayores”. Es difícil entender en qué puede beneficiar a Clavijo y a Coalición tan maquiavélico designo dentro o fuera de las urnas. Todo el que llega al glorioso matadero de la Presidencia del Gobierno sabe que su supervivencia política pasa por la multiplicación infinita y agotadora de equilibrios y los dirigentes de CC son agudamente conscientes de que su debilidad político-electoral en Gran Canaria es el principal problema para la continuidad en el poder del proyecto nacionalista y que esa debilidad no puede ser sustituida por nada. En todo caso, cada vez que veo a responsables políticos mostrarse como desaforadas víctima del recalcitrante insularismo ajeno siempre pienso lo mismo: “¿Qué querrán?”.
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