Cada hombre y cada mujer tienen al menos una metáfora que expresa su vida. Una metáfora a veces menesterosa, otras deslumbrante, en ocasiones desconocida, incluso, por quien fue cifrado por ella. Una de las metáforas que expresa a Oswaldo Brito, muerto en la noche del pasado martes, se produjo en la campaña electoral en la que intentó convertirse en senador. Fue una campaña difícil y con pocos medios que Brito asumió con su feroz energía de siempre hasta que un día, en un pueblo del norte de Tenerife, le anunciaron un pinchazo terrible. Se habían dispuesto un centenar de sillas en una pequeña explanada y a la hora del mitin no se había acercado al lugar absolutamente nadie. Nadie. Debía suspenderse el acto. Pero Brito se negó. El acto estaba convocado y hablaría, y se dirigió a la pequeña tarima y frente a un micrófono de chichinabo pidió el voto para el nacionalismo de CC durante cinco minutos sin dudas, sin titubeos, sin desfallecimiento. Su discurso sumó a un curioso que andaba por ahí y que incluso soltó tres o cuatro aplausos al final. Luego cayó una ligera y fugaz llovizna y la campaña electoral continuó.
Es una metáfora perfecta de una voluntad indomable y también de un fracaso cuajado de éxitos, inteligencia y brillantez. A finales de los años setenta se esperaba todo de Oswaldo Brito cuya energía, valor cívico, formación intelectual y capacidad parecían ilimitadas. Ni los socialdemócratas ni los comunistas tenían a nadie con semejante potencial. Como muchos otros pasó del obrerismo católico en la adolescencia al marxismo –algo catecuménico — y al nacionalismo – más sentimental que teorizado — y fue un dirigente sindical bregado en el tardofranquismo en la industria tabaquera, en los transportes y en la estiba portuaria. Detenciones, amenazas, multas, algunas hostias grises. Hijo de un magnífico maestro de escuela tenía tiempo de licenciarse y luego doctorarse en Historia con una ambiciosa y desigual tesis titulada Historia del movimiento obrero canario, que publicada en 1980 se convirtió en un libro de referencia durante un cuarto de siglo. Antes de los 30 años era profesor no numerario de la Universidad de La Laguna, enardecía con sus discursos en la Unión del Pueblo Canario, organizaba manifas y concentraciones y cofundaba el Colectivo Jusocan – abogados, profesores, peritos – para el asesoramiento en los conflictos laborales –que nadie recuerda ya — durante los prolongados estertores de la dictadura. De la UPC al liderazgo de la Confederación Autónoma Nacionalista Canaria y de la COAC – autogestionaria y autodeterminista — a la Izquierda Nacionalista Canaria, que se coaligó con Asamblea Canaria para presentarse a las elecciones autonómicas de 1987. Sacaron dos diputados: Pedro Lezcano por Gran Canaria y Oswaldo Brito por Tenerife.
Fue el momento de plenitud de la vida política de Brito, tal vez el mejor orador que ha visto la Cámara regional. En sus intervenciones más afortunadas tocaba todos los palos: la capacidad analítica, la ironía afilada, el control del ritmo discursivo, la improvisación ingeniosa, el adjetivo preciso, el latigazo inesperado. Pero cuando llegó el momento decisivo estaba solo. Es la soledad de Oswaldo Brito, sin un partido sólido detrás, sin alianzas pragmáticas y víctima de una inteligencia demasiado evidente y ambiciosa lo que explica su papel crecientemente marginal en AIC y en Coalición Canaria, donde llegó con la convicción de que representaba el único nacionalismo posible. José Carlos Mauricio y Oswaldo Brito nunca se soportaron (Brito representaba para el excomunista lo que jamás consiguió ser: un intelectual y un ideólogo) y muy pronto Ican fue Mauricio y el historiador se quedó fuera. La Universidad terminó por aburrirle: renunció a conseguir una cátedra y su último libro relevante, Argenta de Franquis, una mujer de negocios, lo publicó en 1991. Uno de los políticos más dotados de su generación se exilió de la política sin haber ejercido ni como director general. Por fin había decidido desconvocar el mitin.