Un empresario inglés, en una carta remitida a un amigo en el invierno de 1870, le contaba malhumoradamente que temía, “porque todavía solo tengo indicios, y no pruebas” que dos de sus empleados eran socialistas y habían entrado en un sindicato. “Lo que me faltaba”, añadía, “era que entrara la locura criminal de los socialistas en mi propia casa”. Después de referirse a algunos problemas logísticos de abastecimiento en sus talleres, el empresario, cabreado, volvía al tema de los obreros socialistas. “No sé si has visto sus periodicuchos y sus panfletos (…) Estos chiflados quieren que se les multiplique sus salarios por cuatro o cinco, que solo trabajen nueve horas diarias, que tengan diez minutos para desayunar, que en el turno de noche no se admita a menores de catorce años (…) Ya sabes lo que pasaría si se salieran con la suya: que tendría que cerrar la empresa (…) Lo mismo te ocurriría a ti, y a todos (…) El socialismo será la ruina de Inglaterra…”
Bueno, Inglaterra no se hizo socialista, pero cuando, con cierto retraso frente a Alemania, comenzó a construir un Estado de Bienestar, tampoco se arruinó. Antes llegó el sufragio universal, la reducción de la jornada laboral, la institución de un salario mínimo y la prohibición del trabajo infantil. La economía británica siguió creciendo y prosperando. La epístola citada más arriba es solo un ejemplo entre miles que podrían mostrarse. En realidad desde mediados del siglo XIX se desarrolló toda una literatura panfletaria cuya principal objeto era demostrar que el socialismo era no solo una abominación moral, sino un disparate económico, un suicidio empresarial, una doctrina de lesa patria fruto de una conspiración internacional. La domesticación del capitalismo liberal (es una obviedad que produce vergüenza repetir) no fue el fruto de la feliz y libérrima evolución del sistema económico, sino de la presión y de la acción políticas de partidos de masas dotados de un programa socialista y de una alta organización. En Alemania y Escandinavia los partidos socialistas y socialdemócratas, a principios del siglo XX, glutinaban entre el 25 y el 40% de los votos: el SPD superó, en 1911, el millón de afiliados. En países pequeños, como Bélgica, el fenómeno no era menor (su partido obrero principal contaba con 276.000 miembros en vísperas de la I Guerra Mundial) y hasta en Estados Unidos el candidato presidencial socialista (sí, socialista) obtuvo 950.000 votos en las elecciones de 1914. En todos los países con democracias liberales y parlamentos elegidos (más o menos) democráticamente los partidos socialistas prosperaron con velocidad inusitada y los sindicatos obreros se extendieron con mayor rapidez y militancia aun. Incluso en países como Francia o Italia, donde los partidos socialistas y comunistas eran por entonces organizaciones comparativamente modestas, sus resultados electorales solían ser crecientes (los socialistas franceses cosecharon 104 escaños en 1914), de manera que constituían un factor significativo en la política nacional.
Ese mundo – el mundo anterior a la I Guerra Mundial, pero también el de los años veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo – era un mundo más pobre e ignorante, con menores índices de productividad y una capacidad científica y tecnológica muy inferior. Gracias primordial (aunque no exclusivamente) a las fuerzas socialistas y comunistas europeas murió menos gente de hambre, enfermedades y agotamiento y se ganó en democratización de la política y de la sociedad en la mayor parte continente. Y sin embargo, a principios del siglo XXI, lo que se está exigiendo al espacio político-social más avanzado del planeta, Europa, es austeridad, resignación a una prolongada convivencia con el desempleo, mutilación o aniquilación del Estado de Bienestar como una conquista política fiscalmente inviable y hasta contraproducente. Los socios europeos que se encuentran en mejor situación económica – Alemania, Holanda, Suecia, Finlandia – también tienen sus encuestas y sus números: un alemán de 2012 gana menos dinero y cuenta con peores servicios sociales y asistenciales que los que disfrutaba su padre en 1982. Algo funciona mal, crecientemente mal, en las democracias parlamentarias europeas, y no solo en las europeas, y quizás una de las raíces del malestar se encuentra, precisamente, en la evidente pérdida de autonomía del sistema político respecto a las fuerzas del capital, en esta coyuntura histórica, respecto a la organización singularmente competente un neocapitalismo financiero prodigiosamente globalizado. Los propios acuerdos que se fragüan en la Unión Europea sigue obedeciendo a una lógica intergubernamental. El federalismo queda (todavía al menos) muy lejos para la política institucional, pero ha sido superado por los mercados que actúan, en sus opciones estrategias, a tiempo real en todo el planeta. Los parlamentos actuales – por decirlo a lo Habermas – ya no son espacios para un consenso racional a través del diálogo entre diversas opciones. El equilibrio político se mantiene ahora mediante una serie de compromisos entre intereses privados – cuyo origen no se encuentra en los ciudadanos, sino en las corporaciones y los organismos paraestatales – que de suyo son conflictivos. En los parlamentos los partidos mayoritarios – ya integrados en un subsistema estatal, ya reconocidos como agentes paraestatales, incluso desde un punto de vista constitucional– registran y sancionan decisiones tomadas previamente para mostrar y demostrar al público las opiniones forjadas de antemano. Esta realidad no ha conducido a una crisis de legitimación del sistema. Pero para la gran mayoría de los europeos entiende el Estado (y así ocurre hace muchas décadas) no como un conjunto de símbolos o un relato mitológico de cohesión, sino como el instrumento que ha sabido preservarlos de la crisis demasiado agudas o prolongadas, que ha introducido racionalidad y fiscalización sobre la actividad del capital, proporcionado redes de asistencia y solidaridad, dotado de estabilizadores automáticos al sistema social en forma de seguros de desempleo y jubilaciones, creado y salvaguardado cierto nivel de igualdad de oportunidades. Cuando el Estado democrático ya no sirve para lo que le ha servido en Europa en el último medio siglo, ¿para qué servirá? ¿Y cómo lo enterarán ciudadanos que apenas merecerán el apelativo de ciudadanos?
La izquierda es una de las víctimas político-ideológicas de esta situación. A veces pienso que merecidamente. Cómo nos hemos resignado. Ya no hay fetichización de la mercancía, ya no existe alienación por soportar trabajos miserables y esclavizantes, ya el proyecto de democratización de la sociedad (y no el mero ejercicio del voto, la percepción por desempleo o el aumento de las becas) parece pura basura histórica. Y la vía de salida no está en esa izquierda (a veces vocinglera, otras parapeteada en divanes académicos) que, por ejemplo, considera la economía como un mero derivado de la voluntad política. La izquierda que considera la economía, en definitiva, como una palanca para hacer lo que nos plazca, no una ciencia social con sus leyes y su congruencia teórica. La izquierda que todavía es capaz de desarrollar entre brochazos un diagnóstico de la situación, pero que no vislumbra una praxis eficaz y eficiente para avanzar entre las mentiras y semiverdades y estupideces encanalladas del discurso oficial. El que nos dice y nos repite que son necesarios sacrificios y renuncias, una competitividad ininterrumpida, unos salarios hambrones y una vejez indigna para evitar que el sistema económico naufrague. Como hacía aquel empresario inglés, furioso y terminante, al escribir a su colega en el frío invierno de Londres de 1870.