Es curioso que uno de los mejores escritores españoles del último siglo practicara cientos de columnas periodísticas sin haber adivinado jamás lo que es una columna periodística. Más sorprendente todavía es que uno de los mejores prosistas españoles – un renovador de la sintaxis narrativa en este país – jamás trasladara sus habilidades a su feraz trabajo como articulista. Cuando Javier Marías escribía una columna creía que debía dar una opinión y punto. Y la daba con brío y con valor y una profunda y coherente convicción. Algún elogio he leído en las últimas horas en las que lo tildaban de “ligeramente casposo”. Es muy sorprendente. Aquí casposo se ha convertido en el piropo simpático encañonado a aquel que no abraza las causas preferidas de los últimos lustros, desde reguetón hasta la transexualidad, desde devorar series de televisión a despreciar los valores democráticos, desde la mala educación de los imberbes hasta del derecho a convertir las calles en urinarios.
Se podría defender el articulismo de Marías apuntando, por ejemplo, que estaba más influido por la tradición inglesa – la que empieza lejanamente en The Spectator de Joseph Addison y Richard Steele a principios del siglo XVIII – que a los modelos franceses o italianos; por supuesto, más que a la tradición española. En España el articulismo se ha entendido siempre –sobre todo a partir de la popularización de la prensa escrita – como un subgénero literario. En cambio, para los británicos, el articulismo, que a veces alcanzaba dimensiones ensayísticas en diarios y revistas, era (y es) un instrumento para comunicar un análisis cabal basado en la información disponible, un juicio meditado, una opinión argumentada, en la que el estilo, como las manos, debe ser limpio antes que brillante. Marías, curiosamente, renunciaba a algo que sabía hacer muy bien, seducir al lector de la novela con su lenguaje, en sus artículos de prensa. Tal vez eso contribuía a que los lectores, con apenas metáforas o retruécanos a los que agarrarse, lo calificaran muchas veces como un cascarrabias. Como tampoco sabía sonreír en las fotos el efecto se multiplicaba. La falta de esa máscara del estilo también le hacía parecer majadero en sus preferencias o sus odios maniáticos, que es lo primero que debe hacerse perdonar entre los lectores el escritor de periódicos.
Como carecía de metáforas y a veces incluso de otro ritmo que el principio y el final sus columnas carecían igualmente de malicia. Sus ironías era las de un gentleman y el sarcasmo apenas podía olfatearse –como un olor corporal ligeramente vergonzoso – entre líneas. De vez en cuando le salía un texto casi magnífico, pese a estas limitaciones, y uno tendía a decir, como Borges a propósito de no recuerdo qué autor: “¡Qué pena que a Marías no se le haya ocurrido esta columna!”. Porque incluso sus mejores artículos, sinceramente, parecía que no se le habían ocurrido del todo. Más que un intelectual perplejo parecía habitualmente un hombre cansado de la majadería política e intelectual y que apenas ha salido de sus lecturas y sus novelas media hora para escribir un artículo irritado y fugaz. Es muy significativo de esta curiosa esquizofrenia escritural (para mis cuentos y novelas todo, para mis artículos nada) se exprese también en su pasión por el cine. La voz de muchos se sus personajes está repleta de alusiones y citas cinematográficas y su juego –maravillosamente bien resuelto – de desarrollar una suerte de plano secuencia en varias de sus novelas, entre otras técnicas cinematográficas incorporadas a su escritura narrativa contrasta con los textos sobre cine reunidos en Donde todo ha sucedido. Ahí Javier Marías no hacía crítica de cine: disfrutaba contándonos las películas que amaba. Ahora que ya no está quizás la gente no siga confundiéndose con sus opiniones y lea más sus novelas: una de las experiencias más enriquecedoras, inteligentes y estimulantes escritas en español desde hace muchos, muchos años.