John Adams fue el segundo presidente de Estados Unidos y gobernó la flamante república entre 1797 y 1801. Antes había sido vicepresidente durante los dos mandatos de George Washington. Fue uno de los grandes fundadores del país. Sin su inteligente y persuasiva testarudez es improbable que el Congreso Continental se decidiera a proclamar la independencia de las trece colonias; colaboró con Thomas Jefferson, amigo del alma y enemigo íntimo, a redactar la Declaración de Independencia. El durísimo trabajo de Adams como embajador en Gran Bretaña y en los Países Bajos – seis años sin interrupción negociando tratados y préstamos — fue fundamental, política y financieramente, para la viabilidad del nuevo Estado. Adams, sin embargo, no consiguió ser reelegido como presidente. Le derrotó una coalición letal entre el muy popular Jefferson, el candidato alternativo, y un amplio sector de su propio partido, comandado por brillantes canallas como Hamilton y Burn. Este fracaso constituyó un terrible mazazo para un hombre aguda y hasta excesivamente consciente de su extraordinaria valía política e intelectual.
Adams no asistió a la toma de posesión de Jefferson. Antes se hubiera tirado por una ventana. El día del juramento del nuevo presidente amaneció frío y lluvioso. La Casa Blanca todavía estaba en construcción y sus jardines eran un encharcado infierno de andamios, carretillas, palas, bolsas de cal, bloques de mármol, planchas metálicas y trabajadores empapados que zascandileaban de un lado a otro. Adams tomó una pequeña maleta – su esposa, la extraordinaria Abigail, se había ocupado de todo lo demás unos días antes– y salió al exterior. Mientras clareaba la mañana esperó unos minutos hasta que escampó. Sorteando el agua y el fango recorrió un par de kilómetros, sin musitar una palabra ni recibir un saludo, hasta el puesto de la diligencia que debía llevarle a casa, a Quincy, en Massachussets, donde su familia tenía su granja y él viviría cuidando de sus campos y sus vacas hasta los noventa años. De nuevo empezó a llover, pero afortunadamente la diligencia asomó pronto por el recodo del camino. Adams, bajito y rechoncho, subió presto y tomó asiento y resopló aliviado. El cochero chistó y los caballos comenzaron a trotar. Un tipo medio adormilado y con aspecto de comerciante observó fijamente al ya expresidente y le dijo:
–Caballero, ¿usted no…?
— No.
Eso fue todo.
Y así, empapado y silencioso, solitario y sin un solo aplauso, rodeado por ciudadanos anónimos en una diligencia que parecía destartalarse en cualquier momento bajo un chaparrón interminable, entró John Adams en la Historia.
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