Reconozco que no me ha indignado la farsa del programa televisivo Salvados sobre el intento de golpe del 23 de febrero de 1981 y quizás no me ha indignado porque tampoco me sorprende mucho. Desde el punto de vista del espectador lo ofrecido anteayer por Jordi Évole y su equipo, en fin, no deja de ser una estafa. Salvados es un programa semanal de televisión y, como todos los programas, tiene un compromiso con sus seguidores. En su caso, para decirlo brevemente, abordar a través de un relato crítico asuntos graves de trascendencia social y política. Ese pacto implícito entre el programa y sus televidentes quedó hecho añicos el domingo pasado cuando Évole se decidió por ofrecer un falso documental, surtido de hipótesis generalmente delirantes, sobre el 23-F, a modo de bufonada sonriente y gamberroide. En términos de audiencia ha triunfado arrasadoramente. Pero se suponía que, precisamente, el combate del periodismo crítico de Salvados consistía en sobrevivir comercialmente sobre el compromiso con la investigación de lo que ocurre desde ese relato progresista. En las redes sociales se pudieron registrar perfectamente los vaivenes de sus espectadores, que tienen en su indignación su certificado de lucidez política y moral. Primero, la credulidad enfurecida. A continuación – y sin olvidar a centenares de besugos que se apresuraron a borrar sus tuits – la estupefacción más o menos incómoda. Y finalmente la explosión de júbilo donde, de nuevo, croaban los más listos: es un gran experimento televisivo que pone en cuestión nuestras convicciones, suposiciones, anhelos, sospechas, barruntos, decepciones. Évole ya no era un presentador de televisión con estilo propio o un astuto entrevistador, sino un sociólogo en ciernes practicando una operación meaperiodística. Recordé a la señora Mercedes Milá, que en su día calificó inmortalmente a Gran Hermano como un “apasionante experimento sociológico”.
Tonterías. Évole y su equipo solo buscaban audiencia. Y la han ganado. Pues estupendo.
En televisión vale todo. Es un significante que devora cualquier significado. Por eso debe actuar así Willy García, el director de la Televisión Canaria, cuando se dirige a los diputados del Parlamento y lanza veladas amenazas a Águeda Montelongo. Es una costumbre de la casa. Un rasgo del medio. Una manera de estar (y mear) en un mundo que solo existe para ser televisado, es decir, convertido en espectáculo.
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