José María Aznar juega a suceder a un sujeto que, si es hoy presidente del Gobierno, es porque el propio Aznar lo eligió como sucesor por imperativo digital. Pero el expresidente tiene problemas para regalarse a sí mismo otra oportunidad. En contra de lo que piensan algunos egregios analistas – y lo que deja entrever el propio Aznar – este señor no piensa que está todo perdido, el país hundido y su partido hecho trizas y que es imprescindible su regreso mesiánico para que las constelaciones vuelan a desplegarse en el firmamento, los ríos corran, a los niños se les inflen los mofletes de felicidad y desaparezcan las colas en las oficinas del INEM. Demasiado sabe él que cualquier gobierno del PP aplicaría lacayunamente las instrucciones de la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional. Un Aznar presidencializado de nuevo no le haría un corte de mangas a Durao Barroso ni declararía unilateralmente una quita de la deuda ni dejaría de pagar religiosa (y ahora constitucionalmente) hasta el último euro. La situación financiera, económica y fiscal de España actualmente nada tiene que ver con la de mediados de los años noventa. Y entre otros responsables políticos del desastre actual se encuentra el propio señor Aznar.
No, Aznar no amaga con un retorno salvífico por lo mal que se encuentra un Partido Popular desnortado y traidor a su propio programa, sino, precisamente, porque el PP resiste asombrosamente en las encuestas: sigue siendo el partido con más apoyos y mejor valorado entre los ciudadanos. Y no se vislumbra alternativa: globalmente los votos de la izquierda y el centroizquierda no crecen. La fragmentación electoral de las fuerzas progresistas pone límites a su desarrollo e impide abocetar cualquier alternativa verosímil para las empobrecidas clases medias urbanas del país. Aznar se promueve como un extraño cruce entre guardián de las esencias del conservadurismo dizque liberal español y outsider que no viene de otro territorio, sino de otro tiempo: de un pasado esperanzador. Luce o quiere lucir, precisamente, como un outsider interior: aquel que se rebela contra un equipo dirigente que casi ha secuestrado y prostituido al partido y su ideario.
No es mala jugada. Pero sus resultados resultan más que dudosos. Porque Aznar fue presidente del Gobierno durante ocho años. Porque este PP — en el que la crítica a los máximos dirigentes deviene anatema– lo construyó a su imagen y semejanza. Porque entusiasma a la mayoría de sus militantes, pero provoca una fobia tan intensa en la izquierda que su candidatura presidencial para las próximas elecciones generales (se adelanten o no) sería un regalo indescriptible para el PSOE y los nacionalistas de todo pelaje. En todo caso, si una nueva oportunidad presidencial es impracticable, Aznar reclama una autoridad ideológica y pretende ejercer una influencia política, y es lo suficientemente terco como para no rendirse frente al avestrucismo silencioso de Rajoy.
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