Juan José Delgado fue mi primer jefe, si vale la exageración Todavía ignoro lo que me llevó a aparecer por La Gaceta de Canarias la víspera de tirar el primer número. Delgado estaba ahí, embutido en una rebequita, los ojos oscuros de sultana tímida mirando una pantalla en blanco mientras empezaba a extendérsele una alopecia testaruda pero casi invisible, como él mismo. Alguien – un pibito joven pero increíblemente desenvuelto que se llamaba Víctor Álamo – nos presentó. Delgado sonrió con escaso entusiasmo, me tendió la mano y me saludo:
— ¿Qué tal, señor?
Era su estilo habitual. Un fisco de ironía, pero con respeto. O un fisco de respeto, pero con ironía. Juan José Delgado parecía (y sin duda era) un hombre ahormado en el respeto a los demás. Le repugnaba hasta lo fisiológico el chismorreo maldicente. Cumplía invariablemente las normas de la urbanidad. Pero siempre podía detectarse en él una actitud ambigüa entre el reproche y el elogio, entre el entusiasmo y la desconfianza, entre la calidez y la indiferencia. A menudo Juan José estaba ahí y no estaba. Incluso en plena conversación, mientras analizaba inteligentemente una novela, por ejemplo, Delgado desaparecía y dejaba su inteligencia hermenéutica flotando en el aire, como un polen. Entonces descubrías que se marchaba o que ya se había marchado:
–Hasta luego, señor.
Juan José Delgado estuvo en La Gaceta diez meses como jefe de Cultura pero, sinceramente, creo que el periodismo le interesaba muy poco. Había aceptado ese disparate para poder crear y dirigir un espléndido suplemento cultural, que se llamó inicialmente Gaceta de las Artes o algo por el estilo, y que fue la mejor publicación en su género en Canarias (años después el periódico se demostró capaz de prohijar otro suplemento igual de contundente, nutricio y brillante, conducido por Daniel Duque). Delgado era el hombre perfecto para impulsar y coordinar revistas, editoriales o entidades culturales como el Ateneo lagunero: tenía una curiosidad vigilante, tenía seductor talento formativo, tenía una intensa y tranquila capacidad de trabajo y tenía, sobre todo, la inusual facultad de no molestar a nadie por acumular tantas y tan discretas virtudes. Nunca supe si la literatura –el ejercicio ininterrumpido de la literatura desde una solitaria adolescencia –le servía de precipicio o de máscara. Tuvo de poeta la gracia que no quiso darle el cielo y de narrador las ganas, demasiado bien satisfechas, de entender, pero no de sorprender y, menos aún, de divertir. Pero fue un excelente ensayista y crítico literario, la actividad escritural que mejor se correspondía con su calidad de caballero honesto, congruente, lúcido, valeroso e inexistente. Yo lo apreciaba, lo apreciaba mucho, y no hay alumno suyo que no lo respete cabalmente y a menudo lo admire, a la vera de la llama de su amor por los libros y los versos. Lo he recordado, corrigiendo y ajustando texts de otros en la pantalla luminosa de las mediasnoches de la redacción, mesándose la barba corta y entrecana, y he abierto una puerta, esa puerta cada vez más chirriante y dolorosa, para despedirme finalmente:
— Buenas noches, señor.