Para muchos politólogos la democracia liberal está cayendo en una crisis de la que es improbable que se recupere en un futuro próximo. “En el paso de la modernidad posindustrial a la modernidad digital se está extendiendo, en muchas de las democracias liberales más establecidas y supuestamente inmutables un síndrome de fatiga democrática”, ha escrito Ongolfur Blühdorn, “y su importancia más mucho más allá de las crisis democráticas que se han estado debatiendo durante un tiempo considerable”. Aunque una parte sustancial de la población todavía suscriba los ideales y valores democráticos, lo cierto es que la desconfianza en la utilidad práctica de la democracia liberal y representativa se abre camino cada vez más rotundamente. Y la razón principal del cansancio democrático – causa y resultado del florecimiento de opciones y personalidades de una derecha extrema, populista e iliberal — es relativamente sencilla: porque la gente vive peor que hace veinte años, porque juventud y futuro son conceptos que se han enajenado, porque el horizonte profesional y económico de la mayoría es cada vez más incierto y oscuro, porque el mundo se ha vuelto culturalmente incomprensible para muchos que sienten su identidad amenazada.
¿Qué hace la izquierda? En esta última crisis, la tercera en el último cuarto de siglo, se le ha permitido una expansión del gasto público, básicamente para mantener a salvo los servicios públicos (sanidad y educación) y desplegar apósitos asistenciales. Pero el ascensor social está roto, las clases medias se han pauperizado, no deja de aumentar la desigualdad y disponer de un título universitario hace tiempo que ya no es garantía de conseguir un buen trabajo. En Canarias, por ejemplo, las clases medias siempre han sido mayoritariamente funcionariales. Estas islas son un buen laboratorio para comprobar, en efecto, la profunda banalidad de las políticas de izquierda en los tiempos críticos poscovid, que han podido aliviar el malestar en algunos sectores y colectivos, pero que se han mostrado incapaces de contribuir significativamente a una diversificación y modernización del sistema económico; en cambio vibran de entusiasmo por el regreso del turismo de masas. ¿De qué ha servido la democracia? ¿Qué utilidad instrumental ha tenido el régimen autonómico para Canarias si en este siglo la tasa de desempleo más baja ha sido del 10% de la población activa, si mantiene el mismo PIB per cápita desde hace veinte años, si todavía se debe discutir hasta la última migaja del REF frente al Gobierno central, si nuestras universidades continúan infradotadas financieramente y la mayoría de los adolescentes canarios no conocen bien ni su propia lengua? Y menos aún la neolengua de la élite política gubernamental, que vocifera su satisfacción por el número de contratos indefinidos que se firmen ahora en Canarias, como si indefinidos significara algo así como eternos. Por supuesto que han aumentado los contratos indefinidos en Canarias. Pero es que un contrato indefinido puede romperse legalmente en dos semanas o dos meses. Y con un coste bastante moderado para el contratador.
Y luego, por supuesto, está la ejemplaridad burlada. Obviemos la crapulosa mamadera del caso mascarillas, cuatro millones que se roban frente a las narices del presidente del Gobierno autónomo. Elijamos al azar otro horror mucho más modesto. Jorge Miguel Peñas, compi de Podemos, es consejero de Vivienda, Empleo y Gobierno Abierto en el Cabildo de Lanzarote. El señor Peñas decidió asistir a la IV Asamblea de Cargos Electos de la Izquierda Canaria, una reunión obviamente partidista y completamente inútil, y la presidente Dolores Corujo le firmó los gastos en dietas, billetes de avión y taxis. Aunque lo que menos me asombra es que Corujo firme eso. Corujo es capaz de firmar el código de Hammurabi, las obras completas de J.J. Benítez o el disco que lleva la nave Voyager. Gobierno Abierto, dice. Pero qué gerola.