Al principio fue la risa y la risa fue casi hasta el fin. La risa la última vez que salimos a cenar y casi te caes al suelo (y yo también) abatido por las carcajadas que reprimíamos un poco porque no era muy serio, tal y como iban las cosas, ponerse a reír tan desvergonzadamente, con tan poco pudor al fin y al cabo, pero es que si el cáncer no tenía remedio, la risa tampoco. La risa la primera vez que nos vimos, intentando publicar un librito con unas cartas de Viera y Clavijo, y nos salieron unas pruebas indecentes, colmadas de errores gramaticales, y tú zanjaste el asunto argumentando que al fin y al cabo Viera ya no las recibiría y lo mejor sería tomar otro whisky. Después de todos estos años privilegiados por tu amistad no recuerdo ni una sola ocasión en que no nos hayamos divertido, fuera en una conversación telefónica de cinco minutos, fuera entre cervezas y sarcasmos en Las Canteras, laguneando tardes por La Laguna o bajo la sombra protectora de una palmera en Fuerteventura.
El humor de José Luis Reina – marca de fábrica de su personalidad y de su tribu familiar– se enraizaba en un profundo sentido hedonista de la existencia que estaba libre de todos los pecados, y sobre todo, del nefasto pecado de la estupidez consuetudinaria. Por supuesto, no lo niego, nos hemos reído mucho de la gente, y en ese humor crecía, como en un jardín bien cuidado desde primera hora de la mañana, una crítica feroz, despiadada, a veces luciferina, hacia todos aquellos empecinados en no dejarte hacer lo que te de la gana, a los vendedores de mierda humificada, a los miserables capaces de pisotear cualquier cabeza, lengua o extremidades para alcanzar la estatura que obsesiona a los enanos. Ese humor basado en una inteligencia luminosa, rapidísima y atrapamoscas como era la de José Luis Reina reaccionaba para exigir el primero de los derechos del hombre, un derecho anhelado y que nunca se cumple, el sencillo e insondable derecho a que te dejen en paz. Y el humor era, al mismo tiempo, un código interno, una risa encriptada entre ironías y subterfugios, en el que se entendía la familia espléndida que supo formar con Marianela. Y la fundó y mantuvo felizmente de la única forma en la que se puede hacer, es decir, en medio de tinieblas, dudas y zozobras pero guiado por el amor de nuevo inteligente y atento, aunque estuvieras agotado, a cada palpitar de cada corazón. “Yo creo que eso no lo hice mal”, me dijiste un atardecer prodigioso y humilde en la playa, solo arena y viento y mar mientras el tiempo corría cada vez más rápido y huía la luz irrecuperable por el horizonte. “Lo hiciste muy bien”. “No hace falta ser pelota”. Practicó espléndidamente, con profesionalidad y diligencia, el oficio de vivir pero no, no admitías que te citase a Pavese porque en los boleros estaba todo mucho más claro que en cualquier poeta italiano de tendencias suicidas: “Se vive solamente una vez/ hay que aprender a querer y a vivir/ no quiero arrepentirme después/ de lo que pudo haber sido y no fue”.
Después de vivir intensamente la política en la primerísima juventud, José Luis Reina, que como su esposa sería concejal del Ayuntamiento de La Laguna con Pedro González como alcalde, supo reconstruirse profesional y anímicamente lejos de la política, de las administraciones públicas y de los partidos, se licenció en Historia y terminó convirtiéndose, porque sabía actuar y aprender al mismo tiempo con una naturalidad portentosa, en uno de los mejores responsables de Comunicación del mundo empresarial canario. Así que Binter fue al mismo tiempo un trabajo estimulante, una vocación inesperada y un proceso de aprendizaje y lo fue hasta el final, gestionando negociaciones laborales, asesorando en nuevas rutas por África o pastoreando los medios de comunicación isleños. La verdad es que no sé qué pensaba exactamente sobre política aunque hablábamos mucho de política. La experiencia acumulada lo había transformado en un escéptico pero ni siquiera como escéptico practicaba el fanatismo. “Ya no me creo nada, pero no creo en nada desde la izquierda, por supuesto”. Confiaba (relativamente) en la bondad de los individuos más que en los primores de las ideologías, creía más en los espíritus libres e independientes que en los funcionarios y vividores de los partidos. Se asombró mucho de que aparecieran de nuevo comunistas en los últimos años prometiendo (por enésima vez) asaltar el cielo y cagándose en la democracia parlamentaria. “Es como ver iguanodontes andando por la calle y rugiendo por las esquinas, no esperaba verlo más, estoy muy agradecido por esta visión de última hora, sinceramente”.
Y aquí estoy, José Luis, simulando hablar contigo cuando los dos sabemos (y aquí hago trampa de nuevo) que ya no hablaremos nunca más, aquí estoy, sabiendo que no volveré a escuchar tu risa ni brillarán maliciosamente tus ojos claros, aquí estoy, recorriendo una y otra vez el asfixiante laberinto de esta desolación sin ningún consuelo ni remedio, amontonando palabras inútilmente para suturar el corazón, aquí estoy, sin saber cómo me las voy a arreglar a partir de este amanecer lluvioso en Las Canteras, porque tú ya te has marchado para siempre más allá de la risa, del recuerdo y del olvido.