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Lectores y exlectores

Se acerca el mediodía y la atmósfera en la ciudad es tan agobiante y pegajosa como un decreto ley de medidas urgentes contra cualquiera de los apocalipsis que engalanan nuestras agonías.  Tengo una ligera migraña y voy con prisa. Cuando estoy a punto de cruzar una calle un tipo que pasa a mi lado me grita: “¡Ya no te leo y no te leeré jamás!”. No, en realidad no grita. Se ha dirigido a mí en un tono muy alto, pero no gritando, y en ningún momento se ha detenido. Yo tampoco lo hago, pero aflojo el paso y alcanzo a decirle: “¡Qué lástima!”. Por el cristal del escaparate veo la sonriente expresión de triunfo del hombrecito que se aleja flotando sobre unas zapatillas de cien euros.

Dejando a un lado la curiosidad que me provoca que una persona mayor de edad suponga que disfruta del derecho de dirigirse a un desconocido en plena calle para espetarle descalificaciones – es una pequeña violencia verbal que al parecer les provoca una enorme satisfacción – me resulta inevitable pensar en los lectores, un ejercicio que yo –sinceramente –practico muy poco. Los artículos se deben escribir sin pensar en editores, políticos, lectores, fontaneros, kiosqueros, amigos o traumatólogos. La atención debe estar puesta en el asunto a tratar y en las palabras que le conceden vida, gracia, interés, sugestión. Ese es el derecho y al mismo tiempo la responsabilidad del articulista: no desviarse de su artículo, de su propia escritura, de los retruécanos o las metáforas que se necesitan en una vida que se vive para contarla.

Por supuesto en otros tiempos más inocentes no fue así. En los años de la candidez uno suponía que el lector era, si no un amigo, sí un aliado. El lector velaba por tu supervivencia al leerte, apoyaba tu independencia de criterio, quería comprenderte, te estimulaba a mejorar. Con el tiempo comprendes que has idealizado tanto al lector como Petrarca idealizaba a Laura, aunque jamás le hayas escrito nada tan bello como los versos de No tengo paz ni puedo hacer la guerra. El lector es un  animal astuto y egoísta que bebe en tu plato de palabras tibias unos minutos al día y saciada la sed se marcha a sus cosas. De vez en cuando, como un zorro, un conejo o un venado, se acerca ligeramente, mueve el hocico con desdén y te lee con mayor distancia: no le ha gustado mucho lo que has escrito hoy. El lector es incomprensible y majaderamente exigente. No busca elementos de juicio o argumentos a explorar, sino que se le refuerce en sus convicciones. Siempre sospecha lo peor cuando  tus opiniones no coinciden con las tuyas. Raramente lo achaca a una diferencia de criterio perfectamente normal y respetable, opta por motivos inconfesables, espúreos, sórdidos. Eres un agente del gobierno o la oposición, transmites consignas malévolas, tu periódico es intolerable y tú un servil guacamayo,  te han comprado por cuatro duros, eres simplemente imbécil, ah, ya no me engañas más. El lector es muy inteligente y cuando constatas que sus juicios y los suyos son quizás contrapuestos y no formar parte de su geometría de filias y fobias te deja tirado como a unos calcetines viejos y ya suficientemente agujerados.

Más adelante reparas en que el lector que mereces es el que tú mismo construyes. Que es el quien escribe el que inventa y elige al que lo lee con libertad, ironía, exigencia y respeto. Y ese lector – se aprende leyendo a escritores pero está muy bien explicado por Umberto Eco – se parece mucho a tí, inevitablemente. Es una forma de respeto elemental a los lectores reales: no degradarás, no despreciarás, no anularás ese lector que construye tu relato, tu ensayo o tu artículo porque eres tú mismo en tu instante de mayor plenitud y lucidez. Y a ese lector no te llamará nunca groseramente la atención en la calle. Te acompañará hasta el final ordenando tus preferencias, tus errores, tus migajas. 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Tusitala

Me voy. Les dejo con el calor canicular, con Mariano Rajoy repartiendo el sacramento de su absolución política en las Cortes, con Cristóbal Montoro acabando (previsiblemente) con los descuentos oníricos de Paulino Rivero y Javier González Ortiz. Las despedidas, en verano, son peligrosas, porque todo parece a punto de derretirse, y entre los charcos no hay memoria del olvido ni del perdón. Entre el calor del cinismo y el cansancio de las convicciones recuerdo una sencilla historia de amor y lealtad entre un escritor y sus lectores.
En un artículo memorable y ya olvidado Roland Barthes llamó a Voltaire el último escritor feliz; quizás no sea exagerado afirmar que Robert Louis Stevenson fue el último escritor que nos hizo felices sin sentido de la culpa ni del ridículo. Stevenson fue tan admirable como hombre como lo fue como artista. Valeroso, encantador, gentil, inteligente, atractivo, cordial. Era incapaz de escribir algo aburrido. Si un editor le hubiera encargado escribir el listín telefónico, lo devoraríamos con el mismo expectante entusiasmo que sus cuentos, sus novelas, sus ensayos. Muy pronto contrajo la tuberculosis, enfermedad mortal en su tiempo, pero eso jamás lo amilanó, y buscando climas más benévolos para sobrellevar su padecimiento terminó recalando en una pequeña isla de Samoa, acompañado de su mujer y sus hijos. Entre los nativos muy pronto se le consideró un amigo. Le terminaron llamando Tusitala (“el contador de historias”) porque desde el reyezuelo local hasta los niños más pequeños acudían a su lado para escuchar los relatos y fábulas que inventaba, siempre afable, sonriente y generoso en la puerta abierta de su humilde casita.
La tuberculosis acabó con Stevenson a la caida de una tarde espléndida. El escritor había manifestado su deseo de ser enterrado en una loma, pero hasta allá arriba no había caminos abiertos, solo una selva de matorrales casi impracticable. Los indígenas decidieron llorarle después. Toda esa tarde, y durante toda la noche, trabajaron sucesivas cuadrillas para limpiar el terreno, y así, a las veinticuatro horas de su muerte entre vómitos de sangre, pudo llegar la comitiva fúnebre a lo más alto y se celebró el sepelio. Mientras trabajaban en la madrugada arrancando hierbas y arbustos los amigos de Stevenson en ese apartado lugar del sur del Pacífico cantaban canciones que él mismo les había compuesto como regalo en días felices. Imposible imaginar mejor escritor ni más dignos lectores.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?