De repente se descubre que los señores que gobiernan en el norte de África, a orillas del Mediterráneo, son unos dictadores terribles. Lo descubren los gobiernos europeos, lo descubre la prensa, lo descubren las embajadas, lo descubren los ciudadanos y, para mayor pasmo, los ciudadanos universitarios y todo. Recuerdo que en la Universidad, a finales de los años ochenta, un grupo de amigos y compañeros entusiastas me endilgaron, velis nolis, un voluminoso ejemplar del Libro Verde de Muamar El Gadaffi. Había que leerlo. En tres partes como tres dátiles resecos exponía y desarrollaba un nuevo modelo de socialismo adaptado a otras condiciones, pero con los mismos objetivos: la paz, la justicia, la igualdad entre los hombres, la verdadera independencia nacional. Por entonces yo admitía esos penosos encargos para compensar mi inveterada falta de entusiasmo revolucionario. Me encerré con ese pestiño toda una tarde. Era basura, por supuesto. Una basura muy poco estimulante desde cualquier punto de vista. Y era, sobre todo, un libro torpemente escrito pero con una fulminante voluntad, evidente desde la primera línea, de convertirse en un libro sagrado que solo habría que repetir y cumplir (y hacer cumplir) por los siglos venideros. Muamar Gadafi, el Gadafi de los años setenta y ochenta, quería ser un cruce entre Nasser, un personaje de Disney con crédito ilimitado en El Kilo y Fidel Castro. No es de extrañar que las únicas muestras de apoyo internacional que ha recibido el líder libio en los últimos días provengan del Gobierno de La Habana que, tanto en Libia como en Cuba, defiende una revolución ya agotada, y sobre todo agotadora, o una revolución que jamás lo fue.
Este súbito descubrimiento tiene otro lado. La ira de los justos. Una ira curiosamente removida por los medios de comunicación. Hace poco más de tres años Gadaffi visitó España, fue recibido por el Jefe del Estado y mantuvo una reunión con el presidente del Gobierno, el socialdemócrata José Luis Rodríguez Zapatero. Fue una reunión singularmente provechosa para la industria armamentística española. Un año más tarde, en 2008, se formalizó la venta de material militar por varias decenas de millones de euros. Hace justamente un año, en la primavera de 2010, el Gobierno español vendió componentes de aeronaves a Libia por valor de tres millones y medio de euros. Una parte no desdeñable de las granadas, bombas, lanzamisiles y ametralladoras que está utilizando el Ejército libio todavía leal al coronel Gadafi contra los insurgentes y la población civil en general son de fabricación española.
Hace un cuarto de siglo se pensaba (mis amigos universitarios desde luego lo suscribían) que la principal amenaza para el régimen de Gadafi era el terrible imperialismo norteamericano. ¿No había bombardeado Reagan Trípoli? Que mala bestia, el Reagan. Pero Gadafi reaccionó astuta y satisfactoriamente. De tirano repulsivo, disfrazado de vocalista de Locomía, que financiaba movimientos terroristas en tres continentes se transformó en un socio leal, aunque indumentariamente estrafalario. Reconoció parte de sus pecados filoterroristas y admitió el pago de indemnizaciones a las víctimas y deudos del atentado de Lockerbie. Se mostró a favor de la invasión de Irak. Firmó contratos con gobiernos y empresas multinacionales para la explotación de los yacimientos de gas y petróleo en suelo libio. Compró armamento occidental a mansalva. Y así consiguió que la ONU levantara el embargo en 2003, que la Unión Europea retirara cualquier cláusula penalizadota en las relaciones contractuales con el Gobierno de Trípoli en 2004, que Estados Unidos retirara a Libia de la lista de “Estados terroristas” en 2006. Abrazos con Chirac y Sarkozy, achuchones con Berlusconi y José María Aznar, intercambio de besos con Toni Blair y compañía. En el exterior, por tanto, todo estaba atado y bien atado. Es una pena que la gente, la multitud, el pueblo, terminen por joderlo todo, harta de no disponer de viviendas dignas, de alimentarse con comistrajos, de un sempiterno ordeno y mando, de la asfixia de un modelo de clientelismo corrupto maquillado con consignas revolucionarias. El éxito de las revueltas de Egipto – que han conseguido destronar a Mubarak, pero que no terminan de perfilar un nuevo orden democrático — ha estimulado a los más escépticos, los más desencantados, los más cansados. Gadafi arenga ahora a sus tropas y mercenarios por la televisión, mientras va perdiendo el control político y militar del país, y como a todos los dictadores, egomaníacos y narcisistas, se ha dado cuenta no que no merece la confianza de su pueblo, sino que su pueblo no se lo merece a él. Ni a él ni a su encantadora prole.
“Que bonito y emocionante es esto”, me dice un buen amigo por Internet. Se me antoja que, en realidad, nos hemos convertido en espectadores perfectamente idiotizados, y que vemos la Historia desplegarse en nuestros televisores y ordenadores como si fuera un capítulo de House. No es ni bonito ni exactamente emocionante. Porque nosotros—nuestro consumo, la marcha de nuestra economía cojitranca, nuestro estilo de vida – estamos metidos hasta las orejas en los agitados pantanos de las revueltas norteafricanas. El barril de petróleo se ha disparado a más de 120 dólares, y ese precio, si se prolonga mucho tiempo, afectará severamente a la economía española, y a la economía canaria. Los que lanzan voladores por el desvío de turistas europeos hacia Canarias por la inestabilidad de los destinos norteafricanos están olvidando, al parecer, este pequeño detalle, que nos saldrá carísimo en términos de consolidación de la salida a la crisis económica que se padece desde hace tres años interminables. Tal y como señala el catedrático Mariano Marzo, los cinco países en los que la deuda externa ha crecido más en el último lustro (España, Grecia, Irlanda, España, Portugal e Italia) son los más dependientes del petróleo. El Gobierno español ha informado de que cada 10% del aumento del precio del crudo nos sale por unos 6.000 millones de euros: el equivalente a todo el presupuesto estatal dedicado a investigación y desarrollo o diez veces más que la deuda pública que necesita emitir el Gobierno de Canarias durante 2011 para que no colapsen la administración autonómica ni los servicios públicos de educación y sanidad.
Nuestro desarrollo económico y social ha sido un vector subdesarrollante para muchos países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Imaginar que basta y sobra, con toda la complejidad debida, con sustituir a las bestezuelas todavía en el poder en el Norte de África y el Magreb por democracias parlamentarias, y aquí paz y en el cielo petróleo, es una ingenuidad pasmosa abocada a un fracaso sacudido por inestabilidades cíclicas. La verdadera democratización de estas sociedades pasa necesariamente por el control y fiscalización de sus recursos naturales. Y en realidad exige una reforma en profundidad del orden político y económico internacional que, según nos ha enseñado la recensión financiera que explotó en 2008, parece ajeno a la capacidad e influencia de los gobiernos europeos. Sólo hay que detectar la pusilanimidad, la estupidez, la división y el abotargamiento de la UE en la crisis norteafricana. Esto es un poquito más complicado, tal y como expresa Amin Maalouf en su último libro, El desajuste del mundo: “Porque no se trata únicamente de organizar una nueva forma de funcionamiento económico y financiero, un nuevo sistema de relaciones internacionales, ni únicamente de corregir unos cuantos desajustes manifiestos. Se trata también de idear sin demora, y aposentar en las mentes, una visión diferente por completo de la política, la economía, el trabajo, el consumo, la ciencia. La tecnología, el progreso, la identidad, la cultura, la religión, la Historia; una visión adulta por fin de lo que somos, de lo que son los demás y del destino del planeta que compartimos. En pocas palabras, tenemos que “inventar” una concepción del mundo que no sea sólo la traducción moderna de nuestros prejuicios ancestrales y que nos permita conjurar el retroceso que se anuncia”.
Acabo de ver por la tele otra manifestación en Trípoli, reprimida salvajemente. Lo sepan o no, no solo se están manifestando por sí mismos, sino por todos y cada uno de nosotros.