Una de las cosas más extrañas en las reacciones frente a la estrechísima victoria electoral de Lula da Silva en Brasil es esa suerte de largo suspiro de satisfacción –y tranquilidad casi horaciana –entre los progresistas españoles. Incluso políticos, profesores o periodistas que me merecen especial respeto han proclamado que ya está, fuera, un gobierno ultraderechista menos en Latinoamérica y en el mundo, buff. En la segunda vuelta, el domingo pasado, el aspirante consiguió tres millones de votos más que en la primera; Bolsonaro, en cambio, cosechó casi siete millones más. Por eso, para empezar, el triunfalismo de la izquierda me ha dejado estupefacto. Sí, ha vencido afortunadamente Lula da Silva, pero salvo por eso, esa mezcolanza de ultradereha y derecha radicalizada que ha encabezado Bolsonaro ha salido extraordinariamente fortalecida en estos procesos electorales. Porque también se votaba para la renovación de las dos cámaras legislativas del Congreso de Brasil: la Cámara de Diputados y el Senado y el bolsonarismo es mayoría en ambas. Lo más aterrador es el amplísimo respaldo que han tenido en las urnas egregios compinches y colegachos del presidente saliente: Eduardo Pazuello, un gorila que ocupó el cargo de ministro de Sanidad durante la pandemia del covid, casi 700.000 muertos y un caos de negacionismo, imprevisión y negocios sucios alrededor de las vacunas; Ricardo Salles, exministro de Medio Ambiente, que dinamitó los organismos públicos de control ambiental para facilitar aún más la deforestación de la Amazonía y que tacha de comunistas y maricones a los ecologistas; Marcos Pollón (y disculpen ustedes) presidente de la Fundación Proarmas que llama a Bolsonaro “el hombre que Dios nos envió para curar a Brasil”; el exvicepresidente Antonio Hamilton, otros generalote que a ratos hacía parecer a su jefe un liberal moderado; la exministra de Familia Damaraes Alves, para quien lo correcto es la segregación sexual en las escuelas y la reconsagración de la función reproductora en la unión entre un hombre y una mujer; Sergio Moro, el juez que condenó a Lula y luego fue ministro de Bolsonaro; o el casi orgullosamene corrupto fiscal Deltan Dallagnol, que por cierto sacó más votos en su Paraná natal que Gleisi Hoffmann, actual presidenta del Partido de los Trabajadores.
Con los gobernadores ocurre algo muy similar. El inmenso Brasil es una república federal integrada por 27 estados. El Partido de los Trabajadores solo ha conseguido ver elegidos gobernadores a tres de sus candidatos. Los otros 24 están o estarán en breve en manos de la derecha más o menos extremista (aunque, ciertamente, algunos no son bolsonaristas de estricta observancia). Las competencias de los estados –y las de sus gobernadores –son muy amplias. En el complejo y extenso ecosistema político brasileño el Gobierno federal es siempre una instancia lejana y ligeramente abstracta. Es difícil concebir la estrategia que podrá impulsar Lula da Silva y su equipo con un poder legislativo casi hegemonizado por el bolsonarismo y con la gran mayoría de los gobernadores en contra. Es preocupante la renuncia a entender fenómenos complejos, dinámicos y relativamente nuevos para exorcizarlos con una palabra. Fascismo, por ejemplo. ¿Es fascista la mitad de Brasil? ¿Por qué tantos cientos de miles de negros votaron por Bolsonaro y sus candidatos? ¿Por qué el bolsonarismo ha entrado en las favelas y tiene tantas complicidades en todas las esferas económicas y laborales del país? ¿Por qué crece y crece esta derecha reaccionaria, iliberal e insurreccional? Lula ya ha cumplido 77 años de edad y tiene por delante cuatro años de un mandato que será difícil, áspero, duro, confrontacional. ¿Y después?