La precampaña electoral casi no existe y se la estamos haciendo los medios de comunicación, con una rutinaria desgana, a los candidatos en los comicios municipales y autonómicos del próximo mayo. Se trata de una paradoja digna de análisis: Canarias vive su peor situación social y económica de los últimos cuarenta años y, sin embargo, la decisión democrática sobre los responsables de sus órganos de representación política y de la gestión pública para los próximos cuatro años provoca un interés harto limitado entre los ciudadanos. Y por eso mismo – para no fracasar estruendosamente en la ciénaga de la indiferencia ni exacerbar la irritación ambiental – los partidos y dirigentes políticos han optado por una campaña minimalista. Los mítines casi han sido desterrados como antigüallas decimonónicas y se opta claramente por acciones electorales en ámbitos delimitados, controlables y relativamente baratos: encuentros con militantes y simpatizantes, desayunos con directivos de periódicos y emisoras radiofónicas y televisivas, plúmbeas entrevistas a doble página, visitas a organizaciones, entidades o asociaciones de vecinos con cámaras y servicio de seguridad presentes…
Mejor no mencionar el uso de Internet y de las redes sociales por parte de los partidos políticos canarios. Sus responsables siguen creyendo que se trata de meros soportes tecnológicos y no reparan en que la rentabilidad comunicacional de los mismos reclama una nueva sintaxis, un estilo de participación ajeno a cualquier estructura vertical y unas destrezas narrativas propias y exclusivas. El marketing político tiene sus propias reglas en las redes sociales. Nada más contraproducente que repetir incisamente un eslogan por el twiter. Pues lo hacen. Claro que no cabe esperar nada mejor de unas organizaciones políticas que aun se resisten a entrar con naturalidad en una cultura comunicacional ya añeja, como es la televisiva. Ni un solo debate televisivo en lontananza con los candidatos a los ayuntamientos de Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo. Recuerdo que Ricardo Melchior se negó a debatir en televisión con el conservador Antonio Alarcó y la socialista Patricia Hernández en las elecciones generales de 2008. Perdió el escaño en el Senado. Y Melchior, un avezado político con veinticinco años de carrera a las espaldas, no ha sido el único. En el colmo de la torpeza, alguien ha vendido en estas elecciones una vieja estratagema: repetirle a los electores que el candidato es idéntico a ellos mismos. El candidato socialista al ayuntamiento de La Laguna, Gustavo Matos, posa en un cartel, derrumbado más que sentado en una silla, con camiseta y vaqueros, junto a un eslogan sorprendente: “Yo tampoco creo en los políticos”. La consecuencia fulminante que extrae el ciudadano es que Matos – que lleva ocho años como concejal – no cree en sí mismo ni en su partido. Algo similar ocurre con Coalición Canaria, cuyos candidatos nos vienen a decir, más o menos, que son como nosotros. Los electores, por supuesto, se irritan sobremanera, porque el objetivo está en que los ciudadanos se identifiquen con los candidatos a través de una panoplia de recursos establecidos convencionalmente en cualquier manual de campaña, y no que los candidatos se identifiquen con los electores, quienes vuelven a comprobar así su posición meramente pasiva – en todo caso lo es – como receptores de un mensaje. Obsérvese que, por lo demás, esta estrategia de seducción del votante prescinde completamente de cualquier compromiso, por tenue y evanescente que sea, con un programa, una acción, una prioridad en concreto. Probablemente porque los grandes partidos intuyen que cualquier compromiso programático no obtendría ninguna credibilidad entre los ciudadanos atormentados por la crisis económica, el desempleo y la creciente ineficiencia de los servicios sociales y asistenciales.
En un panorama como el descrito, caracterizado por el escepticismo ciudadano, el desprestigio de los partidos y la desafección al sistema político, las encuestas electorales – que antaño podrían actuar como revulsivo en el comportamiento de los votantes – despiertan un interés muy restringido. Por el momento han circulado varias en corrillos políticos y periodísticos, pero en los medios de comunicación solo se ha publicado la del Instituto Perfiles. Técnicamente no es una mala encuesta, aunque alguno de sus resultados parezcan sorprendentes y es difícil que se mantengan en el tiempo. En todo caso una encuesta – y eso le cuesta admitirlo tanto a los que salen triunfantes como a los que salen desbaratados en las mismas – no es una profecía. Y lo que puede aventurarse es que no se producirá un seísmo político que arroje un resultado extraordinario en la configuración del próximo Parlamento. Las tres principales fuerzas del establishment político canario (CC, Partido Popular y PSC-PSOE) van a distribuirse de manera asombrosamente equitativa los escaños, amén de la irrupción de la impía alianza entre Nueva Canarias y el PIL, que podría deparar dos o tres diputados. Y esto será así gracias a nuestro talibanesco sistema electoral, con sus intolerables topes insulares y regionales, y por la escasa mutación que ha registrado el comportamiento de los electores en los municipios del Archipiélago: el control de las mayorías municipales aventura tanto el mantenimiento de Coalición Canaria en la circunscripción de Tenerife como la necesariamente modesta subida que experimentará el PP, mayoritariamente a costa, en cualquier caso, de los socialistas. La muy limitada incardinación del Partido Popular en el mapa municipal de la mayoría de las islas es una de las razones fundamentales que le impide una y otra vez obtener un gran triunfo electoral en los comicios autonómicos.
La impredecibilidad en las elecciones autonómicas no se encuentra, pues, en los resultados cuantitativos, sino en la combinatoria de alianzas que puede abrirse, en especial en el caso de que CC se ve arrastrada a la tercera posición electoral. En la dirección coalicionera no se ha estudiado este escenario hipotético ni se ha debatido sobre el mismo, pero las dos principales fuerzas de la federación nacionalista, AM y API, lo tienen meridianamente claro: aceptaran la Vicepresidencia y un Gobierno con una amplia presencia coalicionera en la que disfrutarán la parte del león. Ni el PP ni el PSC renuncian, tampoco, a aprovechar el paisaje postelectoral para intentar, a través de una oferta irrechazable, desarticular Coalición Canaria, ofreciendo la púrpura presidencial a alguien que no sea Paulino Rivero. Pero todo esto, que puede y quizás deba ser material de titulares, fotografías y columnas, se las trae al pairo a los ciudadanos. Los mismos que, en estos últimos tres años, han comprobado la absoluta incapacidad de las tres grandes fuerzas políticas en alcanzar una unidad básica frente a la peor crisis que ha padecido Canarias en las últimas generaciones. Los dirigentes y los aparatos de los grandes partidos de la Comunidad autonómica siguen actuando como si no tuvieran que variar sus comportamientos politiqueros, sus cálculos tartufos, sus minués declarativos y sus fulanismos escandalosos por minucias como la destrucción de cientos de empresas canarias anualmente, las tasas de desempleo del 30%, la ruina de las administraciones públicas, la erosión acelerada de la cohesión social y la degradación irrefrenable de los sistemas públicos de educación y sanidad. El escandaloso retraso en soldar un consenso básico en la reforma del REF para remitirla velozmente a las Cortes, con el peligro evidente de que no pueda aprobarse antes de fin de año, es solo un botón de muestra entre otros muchos indicios de que la élite del poder político en Canarias – al frente de las instituciones públicas o en la oposición — está ganándose a pulso un descrédito del que se creen a salvo. Y ellos quizás lo estén. Pero la sociedad canaria, las familias depauperadas y la futura viabilidad política y económica de este país, no.
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