Medios de comunicacion

Azoriniana

Yo soy un hombre que dice: “¡Viva la bagatela!”. Por la mañana, cuando llego a esta fantasmagoría que comparto con ustedes, me quedo un rato en la cama, hasta que el despertador suena, despiadado, a las seis y media, a veces a las siete. A tientas me dirijo al baño, me someto a la ducha y al afeitado, me cepillo testarudamente los dientes. Mientras realizo estas prosaicas operaciones, por supuesto, no pienso en nada. ¿En qué voy a pensar? He decidido convertirme en un periodista del siglo XXI canario, y un periodista del siglo XXI (canario) no tiene que pensar en nada, no debe observar nada, no tiene por qué leer y tampoco debe preocuparse por escribir decentemente: solo debe saber elegir su bando, cultivar su silencio, portarse como un atento o chulesco cobarde, transformar la mediocridad — una mediocridad tan íntima y sentida como un amor o un golondrino — en una de las bellas artes.  Cuando termino y doy cuenta del desayuno no puedo evitar proclamar de nuevo, entusiasmado: “¡Viva la bagatela!”. Entonces tomo la mascarilla, que ya es casi un animal doméstico, y salgo a la calle.

La calle tinerfeña, en los estertores de un invierno dimisionario, está bañada por una cálida, confortable luz solar. Es un placer pasear por el centro de Santa Cruz de Tenerife bajo un cielo de un intenso azul, apenas interrumpido por algunas nubes de un blanco inmaculado como la conciencia de un alcalde joven y sin complejos. Me siento a tomar un café en una terraza. En el plazo de diez minutos cuatro mendigos me han pedido para comer, para darle de comer a sus hijos, para una medicina imprescindible, para volver a su barrio en guagua y no choleando. Nunca se tiene un alto cargo del Gobierno autónomo a mano cuando ocurren tales visitas; si estuviera aquí sentada Elena Máñez me explicaría que hace un año llegaban a ser seis mendigos cada diez minutos, y peor aún, con Coalición Canaria en el poder eran seis mendigos y medio cada seiscientos segundos, lo cual representaba una cifra intolerable, por no mencionar el terror que podía causar medio mendigo saltando por la calle. Iñaki Lavandera, más lúcido, más expeditivo, más lacónico siempre me revisaría el REF de arriba abajo para luego aclararme que los mendigos los inventó CC. “Antes de Manuel Hermoso no había mendigos en Canarias, luego por simple mímesis se crearon cientos de pedigüeños”, subrayaría con uno de sus maravillosos golpes de efecto finales. El café está en su punto, cruzan al lado dos estilizadas funcionarias de la Audiencia de Cuentas paseando sendos bolsos Louis Vuitton como si fueran sus bebés, como si fueran sangre de su sangre, sopla una ligerísima brisa enredadora, la vida sonríe en la calle Teobaldo Power. Yo me estiro lentamente y no puedo evitar exclamar con una sonrisa hedónica: “¡Viva la bagatela!”.

Por fin, después de dar algunas vueltas, entro en el Parlamento y subo a la tribuna de prensa, donde, por supuesto, no hay nadie. ¿Por qué la prensa tendría que estar en la tribuna de prensa? Como dijo hace poco una astuta diputada, las sesiones plenarias se transmiten por streaming, y el que quiera verlas –prometió bíblicamente – las verá. Desde la tribuna contemplo el espectáculo de todos los días y escucho los mismos discursos de ayer, de anteayer y de siempre, aunque con una sintaxis cada vez más desmejorada, más descompuesta, más pútrida. Me cuesta distinguir entre diputados del Gobierno y diputados de la oposición: seguro que la culpa es de mi oftalmólogo. Yo tomo algunas notas para embalsar la hemorragia de palabras. Después regreso a casa para escribir. Escribo rápida, improvisada, desaliñadamente. “Esta es una de aquellas comedias”, decía Moratín hablando de alguna de Lope de Vega – que escribía mientras le calentaban el almuerzo”. ¿Por qué esforzarnos de escribir de otro modo? Nadie lo pide y a nadie le interesa. No vale la pena y acaba de sonar el microondas. Ceno. Leo un poema de Wallace Stevens y me duermo. Mi sueño es dulce, tranquilo, reparador. Yo soy un hombre que dice: “¡Viva la bagatela!”   

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Una fábula

Los relatos no hablan de sí mismos; hablan, sobre  todo, de sus lectores. Las preferencias literarias nos definen y hoy el género más en boga es la fábula, es decir, una historia colonizada por una moraleja.  Hace poco construimos entre todos en esta isla – bueno, para ser justos, unos más que otros – la fábula de un matrimonio de ancianos de Tacoronte a los que la cruel maquinaria judicial, impulsada por un vecino estereotipadamente egoísta, conseguía arrebatarle su vivienda y dejarlos en la calle. Una obra de autor colectivo en el cual se incluían muchos vecinos, organizaciones como Stop Desahucios o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y, por supuesto, los medios de comunicación, alertas por una historia de tan concentrado y desgarrador interés humano. Fue terrible: la policía, aparato represor al servicio del Estado, llegando al amanecer al pueblo, los fotógrafos haciéndose un gimoteante selfie para demostrar que estaban ahí y no les dejaban acercarse a la vivienda, los ancianos llorando con sus humildes enseres en la calle, el alcalde callejeando con el rostro desencajado por los alrededores, las maldiciones agoreras contra el denunciante, el triunfo de la maldad abrumando todos los espíritus.
Muy mal. Quiero decir, muy bien. Ya me entienden.
Unos días después los medios, sin despeinarse, visitan a los encantadores ancianos en su nueva vivienda. ¿Un inmueble de titularidad municipal acaso cedido por el ayuntamiento de Tacoronte? No, no. El maltratado matrimonio es propietario de otra vivienda, situada en la misma calle que la anterior. A muy pocos metros de distancia. Es una casita de 75 metros cuadrados construidos sobre una parcela de 278 metros cuadrados. La finca es mayor que la anterior, aunque la vivienda sea más pequeña. En media hora habían hecho la mudanza. Después el matrimonio de jubilados disfrutó de unos días de asueto en un hotel del Puerto de la Cruz. Instalados en su nueva residencia la simpatía por su causa (sic) ha llevado a una empresa a instalarle gratuitamente una esplendorosa cocina completa. La casita la heredaron en su día de un vecino (llamado, según explican, Leovigildo, del que, como los reyes godos, jamás mencionan el apellido, qué importancia tiene el apellido en un episodio tan hermoso) al que ambos cuidaron durante sus últimos años de enfermedad. Por desgracia la amenaza no les abandona: tienen recurrido en el juzgado el pago del impuesto de transmisión patrimonial. A ver si hay suerte.
Los medios de comunicación renuncian a revisar lo contado en los últimos meses desde la luz que arrojan estas nuevas, digamos, circunstancias. La PAH no dice ahora ni pío. No se va a reventar ahora esta fábula magistral que ilustra tan espléndidamente tanta basura idiosincrásica: nuestra pasión por el chisme apesadumbrado, nuestra profesionalidad, ese acendrado sentido de la justicia al que ninguna inteligencia puede sobornar, la orgullosa incapacidad para entender y gestionar, sin baboserías ni maniqueísmos, lo que nos rodea.  No olviden la moraleja: somos idiotas.

 

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Rodeado

En la carnicería discutía un pequeño grupo de personas. Como en la cola me precedían dos o tres damas nonangenarias, que tardarían varios minutos en encontrar en sus monederos los céntimos para pagar la cuenta, me interesé por el improvisado debate.

–Es que este chico dijo en la televisión que Zapatero era el único responsable de la crisis económica — explicó un empleado de banca señalando a un pibe discretamente.

–Lo dije – el chico lucía una mirada  tiernamente desafiante – y lo repito donde haga falta.

— Chás viría –agregó un individuo en chandal y con un anillo colgando con coquetería de las fosas nasales — y yo lo apoyé que te cagas con datos verdaderos y ta y cual…

— Tiene valor, joven. ¿Y dónde dijo eso? – preguntó un jubilado que arrastraba  un carrito tan oxidado como él mismo.

–En la tertulia de los martes –contestó el chico, tímidamente orgulloso.

–Claro –carraspeó el viejo –. Yo voy a la de los miércoles, y los martes siempre salgo a pasear por la avenida Anaga con varios amigos. No pude verle.

Observé al pibe y al anciano. Pero no, no estaban vacilando. Hablaban, incluso, con cierta complicidad de compañeros de fatigas, con una muy tenue, pero perceptible, admiración mutua.

–Nosotros también hemos discutido el legado de Zapatero – soltó de repente una dama en los límites mismos de la obesidad mórbida –. Pero solo unos minutos. El ambiente se crispa enseguida y lo que hay que transmitir a los ciudadanos por televisión es cordura, análisis sosegado,  tranquilidad…

–Yo la ví, yo la ví, fue superchachi  — interrumpió una adolescente con trenza y pantalones cortos –. ¿La tertulia de los jueves, no? Estuvo usted muy bien, francamente bien, dando caña, eh, dando caña…

–¿Tú no vas los jueves al mediodía? – preguntó la gorda con una sonrisa…

–No, no – el carnicero acercó al anciano los 200 gramos de jamón que había pedido –. Ella coincide conmigo en la tertulia de los lunes, y la verdad es que me gusta su perspectiva de las cosas, enriquece el debate, le da ritmo y continuidad…

–Gracias, compañero…Es un honor coincidir contigo…

— Nada de eso. El honor es mío.

–La pluralidad es imprescindible.

–Y la crítica contra el poder. El poder. El podeeeeeerrrr.

–¿Y usted? – me dijo el carnicero.

Todos me miraron en un silencio aterrador. Noté el sudor frío en la frente. Reuní fuerzas y musité con voz temblorosa:

–Yo quería unas pechugas empanadas…

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Todos somos mejores

Todos somos los mejores. Todos disfrutamos de las bendiciones apabullantes de los lectores, los oyentes y los espectadores. Por el amor de dios, pero qué gran trabajo estamos haciendo. Felicidades, compañeros. Compañeros, muchas felicidades. Es el fruto de un esfuerzo que todos los días emprendemos pensando solo en ustedes. En su derecho a estar informados. Ese derecho inapelable a escuchar la verdad no condicionada por intereses ni manipulaciones del poder. Muchas felicidades. Gracias, muchas gracias. Ya tenemos un millón y medio de oyentes. Yo tengo tres millones, incluyendo algunos sordos a los que les gusta tanto nuestra programación que han aprendido a deletrear las ondas. Las palpan en el aire. Nuestras tertulias son las más escuchadas. Nuestro tertulianos saben de todo: en tres minutos descuartizan el golpe de Estado en Egipto, la crisis de la deuda pública, el Bosón de Higgs o la ortodoncia de Cristina Tavío. Pero sin perder la sonrisa, el humor, la ironía. A mí me leen cada periódico 74 personas. Cuando terminan el ejemplar está tan manoseado que se han borrado los titulares, pero nadie conseguirá jamás borrarnos del mapa. Yo tengo menos tertulianos, pero hablan más y han aprendido a gritar como grita el pueblo sus dolorosas verdades. Todo lo que tengo me lo debo a mí mismo. Todo lo que somos se lo debemos a ustedes. Este éxito que es de todos y de ninguno: ¿no es un feliz reflejo especular de ustedes mismos, admirables seguidores?

Tenemos los mejores profesionales para la radio más audaz. Y nosotros también. Y nosotros, por supuesto. Nuestra televisión es la más vista en Chiguergue superando en un 25%  a nuestros más inmediatos competidores. Lo siento, amigos. Gracias, Tenerife. Felicidades, pero nosotros te superamos en el tramo matinal de la programación en El Bailadero, cuaduplicando tu audiencia de lunes a viernes, pero respetamos profundamente tu pútrido esfuerzo cotidiano, compañero, siempre un crack. Nuestro profundo amor por esta isla y nuestro compromiso por su futuro y el de toda Canarias está haciendo recompensado por ustedes todos los días. Nuestras emisiones son grabadas y nos llegan rumores de que se venden en las gasolineras junto a los éxitos de Camela. Cada vez somos más en esta gran familia. Que tiemblen los poderosos porque nadie los callará la boca. Yo no miento jamás. Nosotros tampoco. Ni nosotros. ¿Les hemos hablado de nuestras tertulias? Tenemos los mejores tertulianos: los que demuestran cotidianamente que comparten con ustedes la desinformación y los prejuicios. Somos los mejores. Nosotros también. Y nosotros, no lo olviden. Gracias a todos. Gracias para siempre. Venga, di tú algo también. Anda, pero qué exagerado.

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La entrevista

Servidor es una antigüalla. Un anacronismo bípedo. Un vestigio del pasado con dioptrías. Por eso considero que los jueces no deben conceder entrevistas a la prensa, como no deben hacerlo los responsables militares. En todo caso los magistrados deben eludir cualquier declaración sobre los asuntos que estén en sus manos en cualquier fase de la instrucción. No es que uno reclame un estatuto ectoplasmático para los jueces ni que exija que no sufran ni padezcan. No los demando invisibles o inaudibles. Me refiero únicamente a una prudencia que no desbarate la objetividad en la acción judicial ni erosione las garantías procesales ni transforme un asunto de la administración de justicia en un espacio mediático porque de ninguna manera contribuirá a dilucidarlo. Entiendo perfectamente – o eso creo– el malestar de la jueza Victoria Rosell porque las evidencias apuntan a un más que probable intento de desacreditación personal y profesional por gente capaz de poner nervioso a Vito Corleone. Lo que no entiendo de ninguna manera es que la jueza del juzgado de instrucción de Las Palmas llegue a afirmar extremos tan graves como que se la intenta apartar de la investigación sobre el concurso para la gestión de la hemodiálisis fallado en los últimos días de gestión de la conservadora Mercedes Roldós al frente de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias. Desde un punto de vista periodístico la entrevista con Rosell es impecable y un tanto magnifico para DIARIO DE AVISOS. Desde un punto de vista judicial, en cambio, me parece una torpeza. Una torpeza singularmente preocupante.
Imaginarse a los jueces de instrucción – por no citar a los semidioses togados de los tribunales superiores o del mismo Tribunal Supremo – realizando elucubraciones, todo lo aparentemente bien basadas que se quiera, sobre los casos que llegan a sus despachos, y más aun, sobre el hipotético trasfondo político o empresarial de los mismos, en los medios de comunicación, te lleva directamente a un estado de nerviosismo poco recomendable. Este tipo de declaraciones pueden parecer inspiradas, valientes, casi heroicas; en realidad, contribuyen, voluntaria o involuntariamente, a debilitar aun más la independencia del poder judicial y la eficacia de su operatividad. Le agrade o no al actual gusto de ese espectador glotón y misérrimo en el que ha terminado en convertirse el ciudadano en nuestra semidemocracia, un juzgado no puede transformase en un plató de televisión ni una instrucción judicial salvar su eficacia o su legitimidad lanzando como confetis titulares de prensa. Para eso están las leyes, los mecanismos procesales y el Consejo General del Poder Judicial, como sabe muy bien la jueza Victoria Rosell.

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