La patria no es el mundo, la patria no es Europa, la patria aun no es esto o quizás no lo sea jamás, estés bajo el sol o a la sombra, porque el almendro se secó cuando muy cerca inauguraron un complejo turístico perfectamente respetuoso con el medio ambiente, o quizás nunca sea otra cosa que un amuleto de recuerdos reunidos por una cuerda cada vez más tensa y más gastada, la primera vez que se divisa el Teide en el horizonte del mar mientras el barco se acerca a este exilio con las mejores temperaturas del mundo, esta cárcel luminosa bendecida por los alisios que se cuelan entre los barrotes, y el asombro de las olas cuando te seguían de niño en la playa para retirarse y volver de nuevo, como ocurrió después mientras las mirabas muertas de risa creyéndote eterno, el mar amigo y enemigo, el mar próximo pero inconquistable, el mar que sobrevive en los charcos y que lleva impreso en su destierro el ser la pura soledad de nadie, el resumen de todas nuestras soledades — las islas son una forma de estar solos — y esa manera de reírse de uno mismo para subterráneamente reírse de los demás, al revés de lo que ocurre con la gente honrada y las comunidades más o menos sanas, y lo bien que sabe atardecer aquí el día después de practicar en Oriente y en África el sol sabe ponerse como en ningún sitio, los primeros y últimos besos, un timple que ya es del Colorao o de José Antonio Ramos para siempre, Santa Cruz intentando salir desesperadamente de sí misma por las laderas de Anaga, Luis Feria suicidándose tragando bandejas y bandejas de dulces, las noches de los años ochenta en el kiosko La Paz ay, qué patsa, la madrugada en que la vida dejó de ser una esperanza ilimitada, la lluvia mezquina y ruin de los inviernos paralíticos, las pieles oscuras y doradas, el sabor explosivo de peces y lapas, no, yo creo evidente que no sé lo que es la patria.
Pero quizás sepa lo que no es la patria. La patria no es un paraíso que necesita cancerberos, la patria no es un acento poco o mucho neutral, no es una región ultraperiférica, no es un régimen económico y fiscal y ni siquiera un estatuto de autonomía. La patria no es un destino, ni una inspiración, ni una teolología, ni una forma de ser feliz con legítimos propietarios, ni un altar para sacrificar diferencias, ni un estilo de redención, ni una orden que hay que cumplir pese a quien pese, ni un código sentimental ni unas tablas de la ley que alguien bienaventurado bajará de las montañas sagradas, ni una colección de momias, ni una romería ni unos carnavales, ni siquiera un sueño o una pesadilla, un camino o un acertijo, una verdad a medias o una mentira para sobrevivir. La patria no es eso, o quizás lo sea, pero yo no puedo defenderlo, argumentarlo, priorizarlo en una vida individual o colectiva, tomarlo como un juramento o un destino. La patria no puede ser una abstracción que se lanza a la cabeza o al corazón del otro como un dardo lleno de venenoso amor o de venganza infecta.
En cambio, como aquel otro poeta nacido al otro lado del mar yo, que no amo a mi patria, creo que mataría, creo incluso que ya he matado y me han matado más de una vez, creo que daría la vida y la sigo dando, por una docena de lugares de estas islas, por algunas personas que me han convertido en una persona, por puertos, por bosques, por playas de arena y de callao, por una ciudad deshecha y sin entrañas, por algunos poetas, algún músico, cuatro cinco pintores, o por José Murphy, muerto de asco por pura decencia y por decoro agusanado en un pueblo mejicano sin un átomo de piedad o de agradecimiento de sus compatriotas, por algunos barrancos que van a dar a la mar, por el mismo mar de todos los veranos, por tu rostro en la batalla, por un cielo azul perfecto que nos resucita a diario, por el viento salobre o montuno que ahora entra en esta habitación y tira, merecidamente, algunas hojas llenas de garabatos al suelo.
Canarias, cuanto amor para algo que me gusta tan poco.