En las primeras páginas de la última novela que publicó, Nuestro amigo común, una obra maestra incondicionalmente admirable, Dickens nos muestra una profesión en el Londres de mediados del siglo XIX: el recolector de cadáveres en el río Támesis. Por aquel entonces todavía algunos pescaban en la corriente que atraviesa la capital británica, pero mucho más lucrativa era la labor a la que se dedicaban, durante la noche, hombres discretos a borde de botes que surcaban silenciosamente la oscuridad y la niebla. Todos los días se ahogaban en Londres un apreciable número de individuos: mendigos que caían borrachos por los petriles, prostitutas asesinadas y arrojadas por los puentes, ladrones víctimas de ajustes de cuentas y hasta miserables que, muertos por el frío o por el hambre, eran ultimados como fardos que hundía en el barro la propia policía. Los recolectores de cadáveres buscaban sus presas antes de que se hundiesen para siempre o las corrientes traicioneras se los arrebatasen en las manos. De la ropa se podía sacar algunos peniques, con suerte hallabas un reloj, un collar o una pitillera, pero la vía de ingresos fundamental estaba en la Facultad de Medicina. Con recolectar un cadáver semanal ya vivías más o menos holgadamente.
En Santa Cruz han muerto dos sintecho en la última semana. El último amaneció tieso en la plaza del Príncipe y murió mientras a escasos metros los niños se dirigían al colegio, los oficinistas de la zona se mandaban su primer barraquito y medio de lomo y los periódicos se asomaban a las fauces de los kioscos. Se me antoja una barbaridad acusar a nadie de esta muerte, pero más obsceno todavía es afirmar que nadie tiene nada que ver con ella. Simplemente no podemos permitir que se nos muera gente por la calle: personas enfermas, personas desnutridas, personas destrozadas anímicamente y hundidas, como los cadáveres en las aguas del Támesis, en la exclusión social. No podemos permitirlo, más allá de cualquier negligencia, cualquier indiferencia, cualquier consideración legüleya o reglamentaria, porque son vidas tan valiosas e insustituibles como la suya y la mía, y porque, por ese abyecto camino, profundizaremos aun más en el proceso de bestialización que nos está llevando a renunciar a nuestra condición de ciudadanos responsables. La indiferencia no nos llevará a estar más tranquilos, sino a ser más canallas, y sin tener ni siquiera a un Dickens para recordárnoslo.
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