Siempre fuiste, querida, un tango malogrado. Rara, como encendida, te hallé bebiendo, linda y fatal, y bebías como si lo que hicieras no lo hicieras con ganas jamás. En el suave fragor del whisky de la avenida Anaga, hace veinte y cinco años, te reías para no llorar. O quizás lo contrario. Nunca parecías tener auténtico interés en nada, salvo en que otros de alguna forma te vivieran, y esa sedosa indiferencia semejaba un atractivo melancólico, aunque tu sospechabas, temías, sabías que no era más que el vacío. Un vacío insondable que te aterrorizaba. La única forma de articular una identidad era el dinero. La primera y última abstracción que te llegó a interesar. El dinero te hacía feliz, y lo sentías como otros sienten la luz del sol en la piel o la proximidad del mar. Nunca eras tan hermosa y deslumbrante como al salir de una boutique, con alguna idiotez carísima envuelta en un paquete minúsculo, y sabes que no bromeo, como sabes que no te censuraba en absoluto, porque solo hay algo más doloroso que admitir que los que amamos son como son, y es intentar cambiarlos.
Lo peor, en realidad, era el tiempo. Cada año que pasaba era un fracaso porque no habías conseguido hacerte rica, pillar a un rico. Cada cumpleaños se convertía en una amenaza cumplida. Cada arruga era un epitafio cuya lápida intentabas borrar con ácido hialurónico, y sabías desde la adolescencia que los hombres preferían pagar las vacaciones en el Caribe a una veinteañera que abonar los gastos de una clínica de belleza. Los días se fueron oscureciendo y la inanidad comenzó a no tener gracia. Te encantaba la broma de Groucho Marx sobre el gran valor de las pequeñas cosas de la vida: un pequeño yate, una pequeña mansión, una infinita cuenta corriente en un pequeño banco. Como si pidieras tanto. Únicamente el suficiente dinero para gastarlo sin pensar en el dinero.
Durante mucho tiempo no entendí que te metieras en el periodismo. Luego, estúpidamente, pensé que te habías equivocado. No. El que se equivocó –como de costumbre – fui yo. Soy yo el que nunca debí haberme metido en esta feria de egomanías espejeantes, lentejuelas sucias y hambre atrasada. Tú, en cambio, encajabas perfectamente en nuestro petulante matadero, porque entendiste perfectamente el periodismo como un eje de relaciones, una virtualidad de contactos, una tarjeta de visita universal, un pequeño zoológico al que se asomaba gente importante, rica, dueña de vidas y haciendas. ¿Una columna? Sí, me dijiste una noche, me gustaría leer una columna con mi nombre. Fue la misma noche en la que después de cenar me anunciaste que, en fin, no tenía mucho sentido que siguiéramos saliendo, y yo, ligeramente acongojado, te pregunté por las razones, porque no he entendido hasta hoy que jamás son necesarias las razones, y entonces alargaste las piernas y me enseñaste las botas de piel que llevabas, y me precisaste lo que costaban, y acto seguido me besaste tiernamente y lo resumiste muy bien desde una rotunda y explícita sinceridad:
–Tú no tienes dinero y creo que nunca tendrás dinero.
Era cierto.
Hoy, por fin, leí tu nombre en una columna. Pero no lo habías escrito tú. En eso sí que, posiblemente, te equivocaste.
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