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La impunidad de los profes cachondos

Venga, que lo sabemos. Sabemos lo que ocurría en la Universidad de La Laguna  — y en cualquier otra universidad – hace veinte o treinta años Todos sabemos de profesores que se encamaban con alumnas. A veces – las menos –era un deliberado y casi explícito intercambio de servicios: quitarle el polvo a un sobresaliente. Otras tomaba la forma de los fugaces amores eternos que naufragaban en vasos de vino con vino mientras sonaba Te recuerdo Amanda.  En realidad, te decían algunas amigas entre llantos inconsolables o con una amarga melancolía, todo solía ser más ambigüo, un pequeño juego de seducción barata y atropellada, desde la admiración al sexo, pequeños y astrosos pigmaliones de provincia arrastrando su patético –pero efectivo –ritual de apareamiento cada comienzo de curso. Por entonces, cuando animabas a la compañera a la denuncia, te miraban asombradas de tu cándida estupidez. “¿Quién me va a creer? ¿Qué es lo que voy a denunciar? ¿Piensas que van a creer más a una alumna que cuenta que se ha acostado con un profesor que un profesor que niega haberse acostado con ninguna alumna?”

No se equivocaba. La mayoría de los profesores no compartían esas prácticas, por supuesto, pero los que lo hacían las vivían con una arraigada impunidad que se les antojaba tan normal como el perfume del pachuli, el frío polar en las aulas o los verodes en los tejados. No había distinciones políticas o doctrinales. La cinegética de los profesores cachondos era ideológicamente transversal: desde catedráticos muy de derechas hasta penenes – hoy asociados — muy de izquierdas, muy socialistas, muy comunistas o muy independentistas, sin excluir a catedráticos progresistas y a contratados con moreno broncíneo y pañuelos de seda envolviendo su sensual papada. Recuerdo a uno en una borrachera pre o posdepresiva en la maravillosa barra de El Búho. Reconoció babeando que había tenido relaciones con varias alumnas pero proclamó, orgulloso de sí mismo, que con ninguna menor de 18 años. Intenté explicarle que no encontraba materia de escándalo o denuncia en una relación entre una chica de 17 años y un hombre de 37, siempre que no existía una relación jerárquica o dependiente entre ellos que condicionara o violentara el consentimiento mutuo. Volvió a babear y repitió de nuevo que nunca, nunca, nunca con una alumna menor de 18 años. Muchos repetían ese mantra, babeando o sin babear, pero todos conocemos figuras profesorales para las que el límite de la mayoría de edad legal se excluía en caso de miradas, piropos, alusiones vejatorias y ocasionales – y pretendidamente casuales –tocamientos y besitos robados. A algunos los sigo viendo. Los descubro por la calle, envejecidos, cambados, calvorotas, gordos o escuchimizados, reumáticos o insomnes, rehenes ya de los intestinos o de la próstata. Quizás los que más me repugnen sean los de izquierda, porque tienen el indescriptible cuajo de proclamarse feministas, de vibrar al ritmo de manifestaciones y manifiestos contra la sinrazón hereteropatriarcal, de denunciar airadamente a machistas intolerables que sublevan su sensibilidad democrática, su dignidad ilustrada.

Hace unos días un grupo de alumnas de la Universidad de La Laguna le hizo un escrache a un profesor al que acusaban de practicar un apenas velado acoso sexual a varias compañeras. El docente se refugió en el aula. No estoy a favor de prácticas semejantes. No creo que ayuden a acabar con estos comportamientos deleznables entre los profesores. Se me antoja más eficaz que las alumnas exigieran que las Unidades de Igualdad endurecieran sus protocolos de actuación. Que no fuera imprescindible una denuncia judicial para que las autoridades académicas tomaran medidas como, por ejemplo, la apertura de una investigación interna, sometida, por supuesto, a un conjunto de garantías regladas para las denunciantes y el denunciado. Tal y como funciona en muchas universidades públicas y privadas de Europa y América.

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Despertar de la pesadilla

“Algo estamos haciendo mal”, le escuché a un cargo público anonadado por un nuevo caso de asesinato machista en Canarias en menos de quince días: un individuo que, según confesión propia, mató a su pareja e incendió la casa donde, al parecer, convivían. No basta, claro está, con el grotesco consuelo de la sanción moral y la protesta ceñuda minutero en mano, y menos aun quizás con ese amuleto según el cual nos enteramos de más barbaridades porque ahora se denuncian y antes no. La violencia de género – vamos a llamar así a la violencia física y psicológica que ejercen hombres sobre sus parejas y exparejas mujeres – es un horror moralmente insoportable que ya no basta con considerar grave y relevante: debe convertirse en prioritario en la agenda política de todas las administraciones públicas españolas. Simplemente esta no es una sociedad soportable, civilizada, tolerante y tolerable, si la mitad de la población todavía debe soportar distintas discriminaciones  por su sexo y es víctima potencial de una violencia asesina que se cobra decenas de vidas todos los años. Esta indignidad nos envilece a todos. Esto es una pesadilla y debemos despertar de una vez.
Son imprescindibles mayores recursos financieros para unas políticas públicas más potentes, más transversales, más y mejor conectadas entre los distintos niveles de la administración. El Instituto Canario de Igualdad (antiguo Instituto Canario de la Mujer) ha visto recortados sus recursos económicos y técnicos miserablemente a lo largo de la última década. Al ICI se le trata lo mismo que muchos hombres tratan a demasiadas mujeres: como una cuquería a la que se mantiene porque limpia la conciencia a cambio de un puñado de euros, pero al que no se presta puñetera atención. Lo mismo ha ocurrido en el Gobierno central, y a las transferencias presupuestarias a las comunidades autonómicas, y todavía debe soportarse a hijuelas del PP como Asier Antona impartiendo lecciones sobre políticas sociales. Son imprescindibles más técnicas y técnicos cualificados en los distintos ámbitos (educación, psicología social, economía, pedagogía) para contar con los profesionales mejor formados para cada programa, cada iniciativa, cada proyecto.
Y es imprescindible también, por último una revisión crítica de todas las herramientas legales y normativas, las propuestas y los modelos de intervención acumulados por la experiencia: desde la Ley Integral contra la Violencia de Género hasta los programas municipales y detectar errores, contradicciones, solapamientos. Algunos creemos que lo que debe priorizarse es, precisamente, el acceso al mercado de trabajo por las mujeres y la igualdad de oportunidades y de condiciones laboraes entre ambos sexos. Porque en general – y con todas las matizaciones y las reservas que se consideren necesarios – a una mayor dependencia material y económica mayor vulnerabilidad. La autonomía material del ser humano es la primera condición – no desde luego la única – para decidir sobre sus propias opciones vitales, para respetarse y para ser respetado. Por supuesto que vivimos en una estructura social masculinizada y que el imaginario de nuestra sociedad es todavía referencialmente masculino y patriarcal. Nadie duda de la imperiosa necesidad de una educación en valores fundamentada en el respeto y la igualdad. La correlación entre femenización de la pobreza y aumento de los asesinatos y malos tratos quizás no establezca una relación de causalidad, pero sí una patología social con una base en el nivel de ingresos y expectativas vitales.  Solo con mujeres libres y soberanas se podrá vivir un día en una sociedad libre y soberana, autónoma y crítica, democrática y digna y para todos y todas,

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Pobreza y dependencia en la raíz de la violencia machista

Cada cinco o seis días muere una mujer víctima de la violencia doméstica en España.  ¿Saben por qué elegido esta frase? ¿Por qué, por ejemplo, no escribo asesinada por un hombre? Bueno, porque a los periodistas nos enseñaron (con peor o mejor fortuna) que hasta que no exista una sentencia, y salvo casos de una demoníaca obviedad,  no podemos hablar de asesinato o de homicidio. ¿Y violencia doméstica en lugar de violencia machista? Reconozco que es un diminuto pero inútil intento de aplacar la indignación moral – justificada – para pensar mejor. La indignación moral, tan elogiada y jaleada en los últimos años como incontrovertible valor cívico, no puede pretender ser un sistema ético, y menos aun un sistema ético con respuestas para todo amasadas con maximalismos inacabables. ¿Podríamos intentar indignarnos menos y a la vez pensar, analizar y proponer algo que mejore esta situación, que ponga dique y luego reduzca este río de sangre que no cesa de manar? ¿Es posible que deje de graznar esa colaboradora de la SER que ahora mismo escucho, a mi pesar, y que explica que mirarle el culo a una ciudadana en el metro es una agresión machista, cuando anteayer detallaba en antena como se comería a Rusell Crowe con papas fritas empezando, hummm,  por sus bíceps y sus tetillas? Es imposible avanzar en este pantano humeante de exasperación, juicios morales, condenas fulminantes, generalizaciones sobre el género masculino y antropología recreativa que acaba con un coro sulfúrico dispuesto a dejar bien claro que nada tiene remedio y que las mujeres viven en un infierno cotidiano. No los viejos mal atendidos, los enfermos crónicos o los niños desescolarizados, sino las mujeres. Las mujeres en general. Todas y cada una de las mujeres. Pero no es así. El sexo, aisladamente,  no deviene en el principal factor de origen del maltrato: es el sexo en un contexto de valores masculinos y masculinizados y, sobre todo, en un ámbito socioeconómico de desigualdad, pobreza y exclusión. Más del 85% de los asesinatos anuales se producen en esos espacios sociales de conflictividad y pauperismo. Es muy raro que maridos, compañeros o novios asesinen a catedráticas universitarias, odontólogas, físicas nucleares, consejeras delegadas de grandes empresas o diputadas.

Se deberían estudiar con mayor detenimiento – y proyectar y debatir esos estudios – las raíces económicas de la violencia de género. La expulsión del mercado laboral como ejército de reserva para la contratación temporal, la precarización del empleo, la diferencia de salarios entre mujeres de hombres y en definitiva la feminización de la pobreza en el último lustro, con el regreso o el reforzamiento de la dependencia económico y social respecto al varón, probablemente facilite el incremento de la violencia asesina y los malos tratos. La disminución de más de un 60% de los fondos públicos a políticas y programas de prevención y de ataque contra la violencia de género desde 2012 por el Gobierno español  –reproducida más o menos en todas las comunidades autonómicas – no puede haber sido irrelevante. Algunas particularidades de la ley 1/2004 de Protección Integral contra la Violencia de Género o en general de nuestro derecho procesal tampoco. Estas muertes no son una maldición bíblica ni forman parte de un orden biológico aterrador o un dominio simbólico inmanejable por una sociedad democrática, Pueden y deben evitarse con voluntad política, diagnósticos sociales y económicos apropiados, propuestas claras y abandono (también)  de las cursiladas y los tremendismos de   lo  políticamente correcto.

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