Sin duda por influencia del Maligno me estoy divirtiendo mucho con la tormenta de fuego que se ha creado alrededor del obispo de la Diócesis Nivariense, el señor Bernardo Álvarez, con berridos furibundos y anatemas democráticos que recorren las redes sociales y resuenan en los medios de comunicación. Muchos han pedido que se despida al obispo, otros que se le denuncie por un delito de odio con multa por medio y no faltan tropas a favor de declararlo persona non grata en Canarias si no corrige inmediatamente sus declaraciones. Admito que me lo he pasado pecaminosamente en grande, pero quizás es hora de puntualizar ciertos extremos y recordar algunas obviedades.
El obispo de Tenerife declaró a un programa de la televisión pública canaria que la homosexualidad es un pecado mortal. Según las leyes de su peculiar club eclesiástico sin duda lo es. Son verdaderamente hilarantes los que con ocasión de este escándalo han recordado al papa Francisco y su supuesto respeto por la condición homosexual. Eso es una idiotez. Francisco, como casi cualquier papa, es ante todo un político, y además un político jesuita, doblemente astuto y taimado. Por eso es capaz de afirmar conmovedoramente que él no es quién para juzgar a un homosexual y, al mismo tiempo, mantener intacto todo el andamiaje jurídico, teológico y evangélico que anatemiza al homosexual en la Iglesia Católica Romana. Por su parte, monseñor Álvarez no es un político. Tampoco un brillante estudioso. En realidad se sacó el título de bachiller en Teología en una facultad de tercer orden y años después consiguió entrar en la Universidad Gregoriana de Roma, donde pudo licenciarse, sin demasiadas brillanteces, en Teología Dogmática. No se le conocen escritos doctrinales ni teóricos en general. Sus espacios de especialización profesional –por así decirlo –son lo litúrgico y lo pastoral y dentro de muy conservadora curia española es un decidido tradicionalista que se identifica plenamente con el regreso a los postulados más fieramente ortodoxos – y excluyentes — de Juan Pablo II. Es, por así decirlo, un obispo pauloviano sin un ápice de tolerancia ni mundología, convencido de que su iglesia sigue siendo el centro y el motor de una comunidad moral que coincide con toda la sociedad isleña: los que se quedan fuera del rebaño de Nuestro Señor Jesucristo no merecen indiferencia, sino una abierta y a veces combativa beligerancia.
Estrictamente solo a los fieles podría molestar que el obispo de Tenerife recordase o insistiese en que los homosexuales son pecadores. Pero la sociedad isleña es todavía ambientalmente católica y entiende que llamar alguien pecador es insultarlo, excluirlo o desmerecerlo. Y no resulta enteramente falso. Acusar a alguien pecador – semisecularizados como estamos – no provoca risas, por desgracia, sino reacciones aireadas. Y ocurrencias tan tontas como exigir que se destituya a Álvarez, algo que solo puede ordenar el papa, o que se le persiga por delitos de odio por afirmar que determinadas prácticas sexuales conducen a una condena eterna y ardiente en un imaginario recinto subterráneo. Es mucho más sencillo que eso: a Bernardo Álvarez no hay que llamarlo para preguntarle nada. Salvo para sus feligreses no es autoridad ni fuente informativa en ninguna materia. Al obispo de Tenerife solo cabe convocarlo – en especial desde los medios de comunicación públicos – si una monja enamorada huye con un trompetista dominicano o se produce un cisma religioso en La Gomera, la Iglesia de los Casimiristas de los Últimos Días. Para todo lo demás carece de interés. Si no se llama a representantes de los protestantes, a imanes chalados ni al delegado canario de la iglesia del Monstruo de Espagueti Volador, ¿por qué molestar a monseñor? Que siga vistiendo y desvistiendo santos en las capillas. Igual de mayor se convierte en diseñador, y decide regresar al mundo y es feliz living la vida loca.