No sé hasta qué punto se puede sostener una posición moral sobre la base de ignorar palmariamente la realidad. “Tartarín de Konisberg/con el puño en la mejilla/ todo lo llegó a saber”, escribió Machado. Me recuerda a veces la actitud de un niño que, contemplando una película, cierra los ojos para evitar un pasaje violento, terrorífico o intranquilizador. Entre las miles de opiniones y posicionamientos que flotan en la red sobre la ejecución o asesinato de Osama Ben Laden encuentro a un intelectual argentino (valga el pleonasmo) que señala con gesto severo que un premio Nobel de la Paz ha ordenado el asesinato de un ciudadano en un país extranjero y la desaparición del cadáver en el mar. Insiste mucho en lo del Premio Nobel y en la decepción que le procura Barack Obama. Intento sinceramente evitarlo, pero no logro zafarme de la estupefacción. Para expresarlo brevemente: si usted se presenta a las elecciones presidenciales en Estados Unidos, usted sabe que ordenará invasiones, ocupaciones militares, detenciones, secuestros, torturas y asesinatos, o al menos, será el último responsable político – con un amplio conocimiento de las mismas – de todas estas salutíferas actividades, organizadas y materializadas por sus fuerzas armadas y sus servicios de inteligencia. La lógica del mantenimiento de la república imperial lo exige y usted (como candidato republicano o demócrata) forma parte activa de los dispositivos de esta lógica. Los que se escandalizan del comportamiento del presidente Obama en este asunto ignoran que Obama es, precisamente, el presidente de los Estados Unidos, con todas sus consecuencias, que el interesado asume positivamente, y no como un terrible fardo moral. Lo asume como parte del trabajo. Lo del Premio Nobel es una broma: fue propuesto para el galardón apenas quince días después de tomar posesión como jefe de Estado, A ver si la paparruchada del premio Nobel de la Paz se convierte ahora en una vara de medir la probidad de un dirigente político. Si hasta el canalla de Kissinger lo tiene en la repisa de su mansión.
No lamento la muerte de Osama Bin Laden por un comando de élite de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Era un asesino mesiánico al que mi vida, la vida de los míos, la vida de cualquiera que se le antojara, no valía absolutamente nada, es decir, valía propagandística lo que convenía para sus objetivos políticos. Pero ha ocurrido algo singularmente grave: a este tipejo se le ha asesinado al margen de la legalidad estadounidense y mundial. Un inteligente colega afirma que se trata de un acto de guerra, no de una ejecución extrajudicial, porque George W. Bush había declarado la guerra al terrorismo. Bien, en primer lugar, el presidente de los Estados Unidos, según la Constitución de la República, no puede declarar la guerra o hacer la paz: es una decisión que solo puede tomar el Congreso, es decir, la Cámara de Representantes y el Senado en sesión conjunta. Si desde la II Guerra Mundial no se hace así — con Corea, Vietnam, Afganistán o Irak por medio – es por la patología degenerativa que afecta a la democracia estadounidense. En segundo lugar, el derecho internacional muestra un vacío espeluznante – y una inoperatividad judicial evidente – sobre una situación que se prolonga desde hace más de una década. ¿Qué encierra la frase “guerra al terrorismo internacional”? Conceptualmente, cualquier cosa; operativamente, la legitimación de una voluntad de intervencionismo militar potencialmente irrestricta. Las implicaciones políticas, diplomáticas y jurídicas de una guerra que no se declara a un gobierno, a un Estado concreto, sino a un comportamiento criminal cuya definición y clasificación son unilaterales, devienen tan numerosas como trascendentes. En el caso de Al Qaeda, que no es estrictamente una organización o un tejido asociativo, sino una franquicia de matarifes que responden a una estrategia foquista y desterritorializada, las derivaciones son aún más graves. En aplicación de esta doctrina las fuerzas militares de Estados Unidos pueden intervenir en cualquier lugar y matar a cualquiera. Y sí, lo han hecho a menudo, pero ahora este comportamiento es simultáneamente un espectáculo televisivo, un motivo de orgullo nacional y una acción, lícita y benévola, cuyos efectos disfruta, por pura generosidad, todo el planeta. Osama Bin Laden pintaba ya poco, si es que pintaba algo, en el diseño de directrices estratégicas de la miríada de grupos y células salafistas y escuadrones yahadistas que reptan y conspiran por cuatro continentes. Su ejecución ha sido una venganza, pero también un exorcismo. El 11 de septiembre de 2001 dejó miles de muertos y un país conmocionado y la sospecha angustiosa de que el diablo andaba suelto por las calles y se había instalado, sobre un trono de burla y terror, en el corazón de los ciudadanos estadounidenses. Pues bien: el demonio ha sido expulsado.
Y quedan dos consecuencias. En los propios Estados Unidos: la decisión de Obama va contra lo mejor de la tradición política liberal y progresista de los Estados Unidos, que tiene su origen en los Padres fundadores de la República, y exalta entre la población la política del heroísmo militar, la legitimidad de una autoridad política no sujeta al imperio de la ley sino a los valores patrióticos, el acorralamiento de cualquier disidencia. Y en todas partes: el terrorismo yihadista estaba noqueado. Por la presión política, militar y diplomática pero, sobre todo, porque las revueltas en el Norte de África, que ni pudieron preveer, ni han conseguido ya no dirigir, sino influenciar, demostraron su incapacidad para ofrecer al mundo musulmán un proyecto político y social viable que respondiera tanto a las distintas realidades nacionales como a los anhelos de democracia, libertad y prosperidad. Ahora los yihadistas tienen un mártir. Quizás lo hubiera sido igualmente si se le hubiera sometido a un proceso judicial – cuyas dificultades no eran menores: ¿dónde hubiera podido llevarse a cabo? – pero el Gobierno de Estados habría demostrado que entre sus retóricas y sus políticas puede existir un compromiso que salvaguarde los valores y principios que todavía afirma defender.
En su discurso de despedida como presidente de los Estados Unidos, al término de su segundo mandato, George Washington le dijo a sus conciudadanos: “Nada es más esencial que evitar toda antipatía, así como una ferviente simpatía hacia naciones concretas, y así en su lugar debemos cultivar sentimientos justos y amigables hacia todas. El país que se permite hacia otro un odio o un amor habituales es, en cierto modo, esclavo (…) Es un esclavo de su animosidad o de su afecto; cualquiera de las dos cosas puede desviarle de su deber y sus intereses. La nación que obra impulsada por el rencor y la ira obliga a veces al gobierno a entrar en guerra, en contra de sus propios cálculos políticos. El Gobierno participa a veces de esta propensión y asume, por culpa de la pasión, lo que la razón le prohíbe en otras ocasiones, y pone la animosidad de las naciones al servicio de proyectos hostiles que nacen de la ambición y de otros motivos nefastos…”
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