He leído en Twitter a varios jovenzuelos – una incluso directora general y todo – que recuerdan que el voto de los canarios en el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, allá por 1986, fue mayoritariamente negativo. En realidad habría que matizar tal afirmación. En las islas poco más de la mitad de los votos emitidos (50,2%) fueron negativos y alrededor de un 43% afirmativos. Pero la abstención se acercó mucho al 45%, por lo que en realidad solo aproximadamente un 25% de los ciudadanos canarios inscritos en el censo electoral votó contra la OTAN. Tanto la elevada abstención como el número real de isleños que rechazaron que España se mantuviera en la alianza armada son síntomas de un anhelo antimilitarista precisamente arrollador. Esa insistencia en que el pueblo canario, rompiendo el protagonismo de la gran mayoría de las comunidades autónomas, expresó en esa jornada gloriosa su antimilitarismo y su deseo de que nuestro país se convirtiera en una “plataforma de paz” no es más que una difusa leyenda ochentera.
Otra cosa es que los que participábamos en las marchas a Los Rodeos a mediados de los años ochenta creyéramos realmente que servíamos como punta de lanza (con perdón) de una comunidad intensa y resueltamente pacifista. Pues no. Más que pacifista o atlantista la mayoría social canaria era entonces algo peor: era, en buena parte, indiferente. Ese referéndum que ganó el Gobierno por un margen bastante razonable (y una abstención muy alta) era básicamente tramposo. Los ancianos como servidor recordarán que según el propio texto sometido a votación condicionaba la continuidad en la OTAN al cumplimiento de tres puntos: no incorporación a la estructura militar integrada, prohibición de instalar o introducir armas nucleares en territorio español y reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España. Solo la tercera se ha respetado parcialmente. A todos los gobiernos posteriores a 1986 se les olvidó esta triple condición. A todos sin excepción.
Un periodo de más de treinta años, y la propia evolución de la situación geopolítica en el último cuarto de siglo no han servido para desasnar a ciertas izquierdas que siguen observando a la Organización del Tratado del Atlántico Norte como una aterradora amenaza para Canarias, cantinela que repiten cada vez que se desarrollan maniobras militares conjuntas en las proximidades del archipiélago. La celebración de la Cumbre de la OTAN los próximos 29 y 30 de junio en Madrid ha aumentado las pataletas y necedades rituales. Lo gracioso es que los gerifaltes de la OTAN se han mostrado hasta ahora bastante renuentes – las razones y sinrazones son complejas aunque relacionadas con la lentitud parsimoniosa en redefinir conceptos estratégicos y modelos de seguridad cooperativa — a fortalecer el llamado Flanco Sur de la Alianza, que se extiende hasta el Golfo de Guinea e Irán. Y existen amenazas reales y amenazas potenciales crecientes. Amenazas ligadas a actividades de Rusa y de China que sustituyen a las antiguas líneas de influencia británicas y sobre todo francesas en el África Occidental. Amenazas de grupos armados en Estados fallidos o a punto de naufragar. Amenazas terroristas y crecimiento de las mafias migratorias que trafican con sueños, desesperación y carne humana. Los que quieran entender todos estos cambios y procesos en marcha pueden encontrarlos cada día en los diarios y en la prensa especializada. Está muy bien escuchar a Nicolás Castellano o a José Naranjo, pero también conviene leer atentamente a otro canario, Jesús Perez Triana, especialista en seguridad y geoestrategia, que mantiene abierto un blog de interés excepcional, Flanco Sur, sobre seguridad y defensa en el Magreb y África Occidental. Es hora de hacerse adultos. La paz ni es un estado mental ni está en Bolivia, sino un bien que puede y debe defenderse en las sociedades (muy imperfectamente) democráticas.