Lo que se llamado en los últimos meses posverdad es solo la meta volante terminológica de un largo y complejo proceso. La postmodernidad –un invento sostenido por un aterrador grupo de filósofos franceses abrigados en foulards y en metáforas coloridas – cuestionaba en lo político, lo sociológico o lo historiográfico cualquier interpretación inequívoca de los hechos: toda argumentación factual había sido sustituida por meros relatos explicativos que, al fin y al cabo, resultaban intercambiables. Un italiano, Gianni Vattimo, fue el portaestandarte del pensamiento débil, exaltación de un pluralismo tan frondoso que acaba siendo indiscernible como los alcornoques de un bosque, un filósofo liofilizado para el que cualquier posición ideológica, cualquiera, se reducía a una puerilidad. Todo, en efecto, es interpretable, y debe admitirse cada interpretación como el derecho a quedarse con una versión discutible de la realidad, sin pretender establecer jerarquías de pertinencia o verosimilitud, y poco más. La verdad nos revela nuestras limitaciones y carencias y miedos. La mentira os hará libres. Mentirosamente libres, por supuesto.
Antes los medios de comunicación y los políticos mentían, por supuesto, pero la mentira, por lo general, tenía una justificación operativa, concreta y precisa. La mentira, en ciertas ocasiones, servía para incluso sostener una verdad. Ahora, en cambio, se ha decidido que la verdad no puede tener otro objeto digno – si es que conserva alguna utilidad – que sostener las mentiras. La verdad es una hipótesis fatigosa. La mentira, en cambio, es una amplia carretera por donde se puede circular a toda velocidad sin gastar un ápice de aliento, inteligencia, compromiso moral. La verdad es como una reliquia del pasado que se ha extraviado en algún sitio — una alacena, ese viejo armario carcomido por las polillas, una buhardilla polvorienta quizás – y a nadie le interesa buscarla, arriba y abajo. Buscas la verdad y te llenas el rostro de telarañas o te saltan cucarachas que, según la empresa de mantenimiento que habías contratado, no deberían estar ahí.
La verdad no es satisfactoria, salvo en ese tramo final, cuando realmente comprendes, admites y metabolizas su ambiguo sabor, ácido y dulce, estimulante y doloroso a la vez. La mentira resulta euforizante desde el primer momento y legitima cualquier sentimiento, emoción o prejuicio. Las redes sociales han hecho el resto. Como en el cuento de Julio Cortázar, en el que un hombre descubre que él ha sido el regalo del reloj que le dieron en su cumpleaños, somos nosotros los que trabajamos para las redes sociales y no al contrario. Las mentiras se propagan a una velocidad instantánea para satisfacer cualquier instinto bajo, ruin y miserable. La evidencia es despreciada sistemáticamente. Como ya la política parece incapaz de transformar la realidad, se opta por desdeñarla. Los nuevos políticos han construido relatos y argumentos donde la realidad deviene insignificante, es decir, carente de significado. Hemos tolerado las mentiras de los políticos y medios mentirosos y aquí está el resultado: la mentira lo impregna todo, porque pocas cosas tan cansadas como distinguir la verdad de la mentira y actuar con la coherencia exigible al respecto, y así prefiero estar convencido de que Hillary Clinton es una canalla indescriptible, y cuando me entero de lo que ya sospechaba, que esa anciana depravada estaba metida en una red de pedófilos, tomo el fusil y me voy a matar niños y profesores de alma agusanada en esa escuela que citaban en facebook o en twitter. Y dispara. Donald Trump condenará los hechos, pero solo y únicamente pronunciará esa mentira (o no) para volver a mentir
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