Ante el dictamen del llamado comité de sabios y su informe sobre la reforma del sistema público de pensiones pueden encontrar ustedes dos bandos en liza. Más o menos los de siempre. Los que quieren liquidar el sistema público – el otro día en Expansión uno de esos talentos genealoides explicaba que el Estado de Bienestar era un invento de los políticos para mantener esclavizada a la población – y los que insisten, con una testarudez digna de la mejor causa, que no hay que tocar nada, en todo caso, aumentar el gasto público en pensiones, pero sin afectar al mecanismo del sistema. Sobre los primeros poco hay que decir. Lo pretendan o no contribuyen intelectualmente a introducir, como un caballo de Troya ideológico en una plaza asfixiada, una agenda involucionista que incluye, entre otras lindezas, la privatización del sistema de pensiones a medio plazo. Los segundos son inasequibles al desaliento. ¿Qué no hay dinero? ¿Sostenibilidad del sistema, dice usted? Y sacan a relucir que la mayoría de las empresas del IBEX 35 no pagan los impuestos que les corresponderían, y de esta bizarra manera, zanjan pachorrudamente la discusión.
La reforma del sistema público de pensionas, el establecimiento de mecanismos que garanticen su viabilidad, ha devenido imprescindible. En España –frente a lo que ocurre en otros países de la UE – se basa exclusivamente en un sistema de reparto intergeneracional. Los ingresos por las cotizaciones que recibe el Estado de trabajadores y empresas se dividen entre los pensionistas; a cambio, los trabajadores cuentan con la promesa explícita de que, al llegar a la edad de jubilación, recibirán el mismo trato por las generaciones posteriores. Como cabe imaginar que se produzcan años de vacas flacas – crisis económica, alto nivel de desempleo – el Estado dispone de un fondo de reserva para afrontar coyunturas recaudatorias adversas: así se financian los déficit de los años malos. Sin embargo, la intensidad y duración de la recesión económica (cinco años y 61 meses seguidos de caída de la afiliación), la incorporación de un contingente de varios millones de personas entre 2020 y 2030 (la generación del baby boom) y la extensión de la esperanza de vida pondrá en jaque la sostenibilidad financiera del sistema público en la tercera década del siglo. Es absurdo cerrar los ojos a una realidad económica –y sobre todo demográfica – brutalmente evidente. La destrucción del mercado de trabajo ha realizado la tarea que el crecimiento demográfico iba a hacer a mediados del siglo XXI. El llamado factor de sostenibilidad propuesto por el comité de sabios (que ya se reclamaba en la reforma de las pensiones de 2011) es un mecanismo de equilibrio financiero que ajusta los parámetros fundamentales del sistema según la evolución de un conjunto de variables exógenas y endógenas al régimen de pensiones. Sus reglas deben ser públicas y explícitas. La información al ciudadano, a su vez, estaría obligatoriamente sujeta a la máxima transparencia. En Suecia, por ejemplo, cada ciudadano recibe anualmente un informe de la Seguridad Social que detalla con precisión sus opciones e incentivos como futuro pensionista bajo escenarios diversos. La fórmula matemática que expresa el factor de sostenibilidad es compleja, lo que ha llevado a algunos bernegales a indignadas quejas, como si las matemáticas fueran un perverso arsenal del enemigo de clase. Pero muy resumidamente, el factor propuesto resulta de partir de la tasa de crecimiento previsible de las cotizaciones para restarle la tasa de crecimiento del número de pensiones y el incremento de la pensión media por las diferencias entre las altas y las bajas del sistema. Por último, a esto se le suma la existencia del superávit o déficit derivados de los ingresos. Como corolario, si existe superávit – la actividad económica va bien – las pensiones se revalorizan, si se produce déficit, las pensiones disminuyen (el déficit previsto de la Seguridad Social se situará en unos 16.000 millones de euros en el año 2013 según estimaciones del Gobierno).
Necesariamente esto no debe trasladarse con precisión milimétrica a lo que recibe cada pensionista. Admitir la perentoria necesidad de un factor de sostenibilidad riguroso no significa tolerar recortes de pensiones indefinidos. Como señalan muchos economistas, las pensiones de jubilación no tienen por qué ser la única partida del gasto público que se financie íntegramente mediante el “copago” de los trabajadores en activo. Dentro de la reforma de las pensiones – y condicionado, por ejemplo, a un crecimiento del PIB superior al 2% anual – podría introducirse un esquema mixto basado en un 80% de los ingresos contributivos y otro 20% procedente de una contribución social generalizada vinculada a la riqueza del conjunto de la sociedad, como ha propuesto, por ejemplo, Jordi Sevilla. Esta medida tiene el atractivo para las empresas de contribuir a un descenso significativo de los costes laborales no salariales. El 20% aportado por este impuesto – que se acumularía en uno o varios fondos de capitalización públicos — serviría de complemento relevante para el mantenimiento de unas pensiones públicas dignas y al mismo tiempo se convertiría en un estímulo para la competitividad empresarial. Esta medida, por último, puede ser aplicada parcialmente de inmediato para mantener la cuantía de las pensiones en los próximos años.
En todo caso, el debate sobre el futuro de las pensiones públicas se abre realmente ahora, cuando, por primera vez, son admitidos racionalmente los problemas de la sostenibilidad del sistema a medio plazo. Es un debate que debe contar con sensibilidad política, pero, también, con respeto a las evidencias y sin despreciar garrulamente la complejidad técnica de cualquier proyecto reformista en esta materia. O las ingenuidades pueriles, como las que pudieron observarse cuando se hizo público que Canarias, junto a Madrid y Baleares, fue la única comunidad autónoma que pagó las pensiones de los ciudadanos con sus propios recursos en el año 2011. Ciertamente: de hecho se registró un superávit modesto que contribuyó a la caja única de la Seguridad Social. Los que entonces bramaron de emoción patriótica no repararon, sin embargo, en que si la Comunidad autonómica podía pagar los emolumentos a sus pensionistas es porque en Canarias las pensiones son singularmente miserables: un consecuencia de las patologías de su mercado laboral (un 10% de desempleados como mejor marca histórica en 2006), de las irregularidades en la contratación y en el brutal predominio de los contratos temporales tanto en la construcción como en el turismo.