Mi problema –como el de millones de ciudadanos – es que no me fío. Mi problema, expresado como lo hizo Felipe González hace año y medio, hasta que los mismos que lo desoyen lo enaltecieron en el cuarenta aniversario de la arrolladora victoria electoral de 1982, es la aguda sensación de orfandad representativa. Lo que hay que hacer responsablemente, después de las insensatas acusaciones de golpismo entre socialistas y conservadores, es recordar la Santa Transición, pedir cordura, reclamar sensatez y moderantismo democrático. Núñez Feijóo no es Bolsonaro, Pedro Sánchez no es Pedro del Castillo. Todo eso es cierto y, sin embargo, en España se intentó en 2017 un golpe de Estado que tenía como objetivo central abrogar la Constitución en una comunidad autónoma y desgajarla del resto del territorio español. Un golpe posmoderno, como lo describió Daniel Gascón, aunque después se decidió, desde el mismísimo Gobierno, que nunca había existido, pese a la sentencia del Tribunal Supremo, y si existió un poquito fue apenas lo suficiente como para indultar a los responsables. Sin duda esto no es Brasil, esto no es Perú, esto no es el reino tenebroso de Trump, pero tampoco es una situación de plena e irreprochable normalidad democrática. Y todos lo sabemos o lo intuimos. Intuimos y sabemos que desde hace unos años andamos a ciegas y empapados de vapores populistas entre un orden en crisis, boicoteado por la propia oligarquía política que ha partidizado las instituciones públicas de los tres poderes del Estado, y un futuro indiscernible que heredará todo los problemas y conflictos indefinida, peligrosamente pospuestos.
La solución de Mariano Rajoy al secesionismo catalán fue no hacer nada para evitar la debacle. La solución de Pedro Sánchez es que nada pasó, y mucho menos una debacle. No hay un solo dirigente socialista que no asuma el lenguaje dadaísta (y malicioso) impuesto por el sanchismo. Acabo de escuchar a uno en Onda Cero, un pendejo madrileño lengüilargo, que lo de Cataluña en 2017 ocurrió con un Gobierno del PP. Es una frase de una miseria semiótica impresionante. La locución lo de Cataluña está destinada a no retratarse por el medio de negarse a decir, precisamente, lo que ocurrió. Se cita al PP como si fuera la explicación causal de la delincuencia independentista. Es una memez. Que le pregunten a ERC, a Junts o a la CUP si no hubieran seguido adelante con su compromiso en el caso de que el PSOE hubiera estado al frente del Gobierno central en 2017. Lo más asombroso del mendrugo madrileño es que acto seguido recuerda que el PSOE apoyó en el Congreso de los Diputados del artículo 151 de la Constitución, es decir, la suspensión de las competencias autonómicas en Cataluña. Y todo es así: un miserabilismo argumental estúpido, un avestrucismo pueril, una voluntad de engaño y estafa política e intelectualmente grotesca.
Estamos apenas apurando una prórroga en la marcha oscura y no declarada hacia una mutación del sistema político e institucional español. Se celebran elecciones (en mayo las locales y autonómicas, en diciembre las generales) cuyos resultados sin duda influirán directamente en un proceso que terminará afectando a la estructura territorial del Estado, a la reconfiguración de ámbitos competenciales, al modelo de cogobernanza y a sistema de financiación autonómica, se produzca una involución neocentralista o una deriva federalizante. Canarias se encuentra en una situación singular y delicada y no puede resignarse a ser parte pasiva en lo que vendrá. No veo que fuerzas políticas legítimas, pero obviamente sucursalistas, puedan garantizar en este contexto de cambios tácticos y estratégicos en el espacio público español los intereses de Canarias. Se entiende ahora que el nacionalismo es una tercera fuerza indispensable aquí y ahora que, por desgracia, sigue fragmentada.