Los presupuestos generales de Canarias aprobados anteayer en el Parlamento son menos un instrumento para desarrollar políticas públicas bajo una orientación estratégica que un menú de subvenciones, subsidios, exenciones, socorros y ayudas. A estas alturas del milenio todavía se debe soportar a políticos (como a una diputada curbelista, Melodi Mendoza es su gracia) insistir en que “tres de cada cuatro euros que se invierten son para gasto social”, una afirmación estúpida porque, en primer lugar, mezcla gasto e inversión, y en segundo, porque solo con lo que cuestan las nóminas de los funcionarios y empleados públicos en educación y sanidad te explicas tan portentoso resultado. Porcentualmente el otro departamento más privilegiado desde un punto de vista financiero es la Consejería de Transición Ecológica, pero aunque la mayoría de sus programas son singularmente beneméritos y varios de los mismos tendrán un impacto positivo en la vida cotidiana de los isleños –calidad y vertido de las aguas, tratamiento de las basuras y residuos—lo cierto es que las políticas ecológicas, tal y como observó tempranamente Iván Ilich, no son jamás políticas populares, entre otros motivos, porque apenas generan puestos de trabajo. Nuestra nefanda –aunque pequeñita — contribución a la huella de carbón se reducirá en la próxima década, pero nos va a costar una pasta, y es un gasto que tiende a convertirse en estructural.
Tal y como recordó la oposición parlamentaria en el debate presupuestario resulta imposible detectar en los presupuestos diseñados por el consejero de Hacienda, Román Rodríguez, y su equipo, una estrategia política ordenada, sistemática y jerarquizada de recuperación económica para la era poscovid. Eso irritó bastante a la mayoría parlamentaria, pero es una obviedad muy escasamente discutible. La situación económica del país es mala –la inmensa mayoría del empleo creado desde marzo es precario y barato — y las previsiones de crecimiento francamente mediocres pero no existe un consenso sobre los motores e instrumentos del crecimiento económico de Canarias, con un turismo bajo continua sospecha infecto-contagiosa. No existe en el seno del propio pacto de Gobierno, no se diga en el ámbito parlamentario. Las cosas empezaron prometedoramente con un Plan de Recuperación, Transformación y Resilencia – el conocido como Plan Reactiva Canarias – firmado con gran pompa y circunstancia, pero muy pronto el Gobierno de Ángel Víctor Torres dejó de lado cualquier voluntad de diálogo, acuerdo y cumplimiento, aun en la coyuntura más grave vivida por las islas en las últimas décadas. En la práctica el Plan Reactiva Canarias sirvió al presidente para mantener en silencio a la oposición durante muchos meses, engatusada por el sortilegio de una unidad de acción que no existió jamás. Torres no deja de recordarnos que vivimos en una situación excepcional, pero gobierna exactamente igual que cualquier de sus predecesores aun en medio de “la peor pandemia soportada en el último siglo” y “una crisis económica que amenaza con destruir nuestro tejido productivo”.
Las acciones de estímulo a la actividad empresarial han sido modestas y pese a la cháchara de Rodríguez el supuesto keynesianismo del Gobierno ni está ni se le espera. Para ahora mismo el Ejecutivo podría haber emprendido un programa ampliado de obras públicas – viviendas, carreteras, autopistas, muelles, parque urbano – y para pasado mañana solucionar la miserable financiación de las universidades canarias –que recibirán apenas 4,5 de euros más que este año – e impulsado un nuevo sistema de I+D+i. Sin pistas de ninguna de estas iniciativas, ¿cómo se va a modernizar la economía canaria, crear empleo, fortalecer su músculo empresarial hacia organizaciones medianas y grandes y consolidar un mercado archipielágico y no cinco, aumentar la productividad y favorecer la innovación? Es así, y no con ingresos mínimos vitales como se lucha contra la desigualdad, la pobreza y la exclusión social. A mí el equipo de Torres me parece, más que un Gobierno, una lenta y autosatisfecha burocracia del consuelo.