Si la estupidez tuviera endemismos uno de los de nuestro ecosistema político sería los espasmódicos desbarres y pamplinas sobre el sistema electoral canario. Es una necedad cacofónica que brota entre los prolegómenos de las elecciones y la finalización del recuento de los sufragios, pero que en estos tiempos de indignación democratista amenaza con prosperar lo indecible y romper cualquier límite temporal. Algún lúcido editorialista ya dejó escrito que lo más urgente que debe hacer el próximo Gobierno regional (supuestamente una alianza entre CC y el PSC-PSOE) es emprender la reforma del régimen electoral, heroicidad prioritaria, según este buen hombre, sobre el 30% de desempleo o la agonía de los servicios hospitalarios y asistenciales. Recuerdo como una pesadilla las periódicas catalinarias de IUC, uno de cuyos dirigentes llegó a afirmar categóricamente que el actual sistema electoral impedía que fuerzas políticas como la suya –la verdadera izquierda, por supuesto — obtuviera representación parlamentaria. Un partido-bebé, con apenas estructura organizativa e implantación municipal, Podemos, consiguió el pasado domingo siete diputados. Fantasmagorizados, las damas y caballeros de IU callan, pero ahora es Podemos, naturalmente, quien clama contra el régimen electoral, porque siete entre sesenta diputados, con un 14% de los votos, les parece poco. En realidad — y aquí se desvela la obvia, miope y muy meona hipocresía de los partidos nuevos y viejos – las fuerzas políticas, en el sistema electoral canario, no se quejan tanto por sacar resultados insatisfactorios como por los que sacan otros. Pese a las grandilocuencias de rigor, ninguna fuerza política se posiciona a favor de cambios en la normativa electoral desde la neutralidad valorativa, sino desde sus propios intereses.
Resulta bastante penoso escuchar a gente supuestamente alfabetizada que en Canarias “no funciona la máxima un hombre, un voto” o esa sandez de que “un voto herreño vale 17 veces lo que vale un voto tinerfeño”. Semejantes enormidades solo evidencian el desconocimiento de lo que es un sistema electoral en general y los orígenes y naturaleza del régimen electoral canario en particular. La característica principal del sistema electoral en esta Comunidad autonómica no son los topes porcentuales – con los topes anteriores al año 2000 los resultados del pasado domingo no variarían sustancialmente – sino su carácter mixto: es un sistema de combina la representatividad popular con la representatividad territorial estableciendo un equilibrio múltiple (la llamada triple paridad). Y se hizo así no por los malvados designios de CC, el PP o el PSOE – las dos primeras fuerzas ni siquiera existían entonces – sino para evitar, como siempre había ocurrido en la historia de Canarias, que las islas menores se vieran de nuevo excluidas en el concierto político regional, y quien no lo entienda, que lea al majorero Manuel Velázquez Cabrera o al palmero Pedro Pérez Díaz para informarse debidamente.
Por supuesto que el sistema es mejorable. Puestos a elegir menú soy partidario de añadir una lista regional de diez o quince diputados y regresar a los topes porcentuales del siglo pasado. Pero ni el vigente régimen electoral es una farsa representativa ni el déficit democrático canario tiene su origen o su principal sostén en el régimen electoral vigente, sino en la baja calidad de sus instituciones públicas, en la mediocre y buhonera chafardería de sus partidos políticos, en las relaciones demasiado sinérgicas entre élites políticas y empresariales, en la corrupción política y la creciente desigualdad social, en la débil e invertebrada sociedad civil isleña, en la pésima educación cívica que se evidencia en el empresariado, en los sindicatos, en las escuelas y universidades, en los medios de comunicación. No insistan en presentar la reforma electoral como una varita mágica. El pensamiento mágico y las complejidades de una sociedad democrática no encajan demasiado bien.