He votado por José Luis Rodríguez Zapatero dos veces. Nunca me ha gustado. En una ocasión, en un grupo de veinte personas, lo tuve delante, sentado en una mesa, durante una hora larga. Tuvo suerte conmigo. Acababa de ser elegido secretario general del PSOE y todavía fumaba públicamente como un carretero, así que me despalilló casi media cajetilla de tabaco. Al principio preguntó con una timidez azul en la mirada: “¿Tienes un cigarrillo?”. Para los tres siguientes tuvo un gesto cordial. El resto los tomó con discrecionalidad mientras hablaba con todos. No me fío de las personas que te miran siempre a los ojos, porque todos tenemos algo que ocultar, un reproche irreproducible, una herida de timidez belicosa. La naturalidad es la pose más difícil de todas, y Rodríguez Zapatero sabía que su mirada era su mejor instrumento de seducción y la utilizaba a fondo sin entrar nunca a fondo en nada. Sus respuestas eran inocentemente astutas o astutamente inocentes: le daba en parte razón al interlocutor, siempre, para luego recomponerla con un par de brochazos de un elástico sentido común socialdemócrata. Al final una señora que llevaba un móvil incrustado en la oreja advirtió que tenían que irse inmediatamente. Y el secretario general se levantó y se fue con una frase de despedida como disculpa: “Me traen y me llevan”. Y se marchó, escoltado y esquinero, hacia la gloria fugaz y demoledora de los presidentes, cuyo destino final es corroborar, hasta la soledad más insondable, que las flores del poder crecen en los estercoleros y todas se marchitan y se pudren pétalo a pétalo, supurando mierda, sobre su propia alma.
No creo que tuviera un proyecto político sólido y articulado para España. Tenía objetivos, por supuesto: fortalecer el Estado de Bienestar, instituir los derechos de tercera generación que le había soplado Philip Petit, crear su propia guardia de corps mediática y, por supuesto, culminar la estandarización del PSOE como una marca comercial más jerarquizada y burocratizada que nunca. Pero en su estrategia programática se registraban carencias que el tiempo ha patentizado: estructura político-territorial del Estado, relaciones internacionales, política energética. Rodríguez Zapatero vivió con deleite en la trampa de todo socialdemócrata cuyo reformismo se detiene ante la economía real y lo fía todo en las bondades de la redistribución sin un gesto que moleste a las oligarquías financieras y empresariales, sin mover ni un taburete de un modelo económico tramposo y rapaz lleno de lámparas fraudulentas, hipotecas cachivaches, alfombras cubriendo basura sangrienta y alibabases de mármol y de escayola. Por pura torpeza y miedo tardó en asumirlo: este capitalismo es irreformable, y cuando lo necesita su ólica interna ordena y manda imperativamente, pero él no. Él puede reformarse. Y está en la faena. “Me traen y me llevan”. Exactamente.
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