Pocas cosas más estomagantes que la admiración idolátrica que despierta en sectores nacionalistas (y de izquierdas) canarios las reivindicaciones independentistas en Cataluña. Esta babosa estimación la comparten desde dirigentes políticos momificados desde hace veinte años en despachos oficiales hasta pibitos con siete estrellas verdes tatutadas en el esternón, pasando por venerables, quejicosos izquierdistas para los que cualquier manifestación de más de 300 personas, si se realiza contra un Gobierno, sobre todo si es de derechas, queda inmediatamente bendecida por la razón democrática, aunque la apoye otro Gobierno cuyo principal partido esté enfangado hasta la barretina en la corrupción política, un Gobierno, por cierto, que se ha dedicado con adusta eficiencia a obviar políticas sociales y estrangular servicios públicos. La fascinación que despiertan los desafíos a lo establecido – en este caso, nada menos que a la integridad política y territorial de un Estado – deviene irresistible para cualquiera, y si se trata de un cualquiera que deplore lo establecido, mucho más.
Dudo mucho que en una Cataluña con un 10% de desempleo y un PIB que creciera anualmente un 2% la opción independentista se hubiera extendido tanto. La baja participación en el referéndum de la reforma del Estatuto de Autonomía, hace apenas unos años, no parecía señalar precisamente una inflamación nacionalista. La independencia ha devenido, para muchos miles de catalanes, una suerte de prodigioso horizonte de superación de todos los problemas de su país. El procedimiento consiste en escapar del supuesto foco de tales problemas, que es el Estado español. De la protesta más que razonable por el drenaje de sus finanzas públicas en la maquinaria de los sistemas de financiación autonómicos que se han sucedido durante lustros se ha transitado, en poquísimo tiempo, hacia una condensación de expectativas, irritaciones y malestares. La independencia es al mismo tiempo republicanismo, desprecio triunfal sobre una derecha casposa y cañí, ensueño de recursos propios disponibles, corte de mangas al capitalismo mesetario, la selección catalana de fútbol ganando todos los partidos en Europa y en el mundo. Es un objetivo político social e ideológicamente transversal y ahí reside su fuerza y su atractivo abismal. La independencia es, casi literalmente, lo que tú quieras que sea, como ocurre con los niños la víspera de los Reyes Magos.
Pudibundamente los auspiciadores de la gran manifa prefieren hablar solo de libertad. Queremos ser libres en 2014, decían ayer en las calles y en las plazas los manifestantes.Ningún catalán es menos libre que un alemán, un francés o un británico. Pero es lo que tienen los movimientos nacionales en sus fragores épicos. La autonomía política de los ciudadanos no cuenta. Lo importante es la nación y el resto de las metáforas que encadenaron ayer fraternalmente a los catalanes bajo la sonrisa de Mas. Junquera y compañía. Un economista tan inequívocamente proindependentista (y poco dado al laconismo) como Xavier Sala i Martín responde «no lo sé» cuando se le pregunta si los catalanes vivirán mejor en un Estado independiente, pero ni las matáforas, ni los mitos, ni la reducción de la política al sentimentalismo se ven afectados por dudas tan tontas como esta. Ni siquiera afecta al propio Sala i Martín.