Lo que le ocurría a Sánchez-Dragó es que solo le interesaban las palabras. No las ideas, ni los conceptos, ni las coherencias, ni los datos, ni los estilos, ni los devenires históricos, ni la crítica: solo las palabras. Tal vez por eso –por ejemplo –hablaba mejor que escribía. Lo suyo era un narcisismo verbal entusiasta, incansable, espídico, pétreamente seguro de sí mismo. Volviendo (siempre) al mamotreto de Gargoris y Habidis (una historia mágica de España) lo que evidencia es una pasión por la palabrería que se hacía pasar – a veces impostada, otras juguetonamente –por historiografía, por mitografía, por arqueología, por análisis político. No hay nada de eso. Solo una ciénaga de frases de la que brotaban flores reventonas de un casticismo expresivo a veces insufrible. Solo un inacabable centón de anécdotas, cuentos, historietas, dioses, autoridades, apólogos, supersticiones y símbolos convertidos en marionetas de mil y un titiriteros. Detrás de tanta frondosidad palabrera te encontrabas con el rabo pelado del viejo esencialismo nacionalista de raíz menendezpelayesca. España existía desde siempre y siempre existirá. España ya vibraba en tiempos de los iberos y seguirá creándose a sí misma después de que un agujero negro se trague a la Tierra.
Vivir alquilado en la habitación de las palabras – gracias a una familia con pasta, una carrera y los buenos amigos que conseguía rápidamente en cualquier parte – te permite prescindir de la miserable historia. Cuando Sánchez-Dragó entró en el PCE clandestino lo hizo, sobre todo, porque detestaba la vulgaridad de la dictadura franquista y especialmente porque era emocionante. Para él ser comunista consistió (brevemente) en utilizar algunas palabras y frases comunistas. Lo que quería no era transformar la sociedad, sino hacer lo que le daba la gana. Siempre se decidió por eso, y a veces esa santa voluntad era admirable y otras muchas abominable. Durante su juventud no tuvo mucha piedad ni consideración a la hora de vivir. Con nadie: ni con amigos, ni con compañeros, ni con mujeres, ni con las causas perdidas. Era un bruto con talento para discursear durante horas sobre todo lo que había leído y todo lo que no había leído. Después se remansó y se educó a sí mismo. Sospecho que le ocurrió cuando pudo comprobar que escribía, efectivamente, y escribía mucho, pero que nunca sería el gran escritor que se soñó desde niño. Y sinceramente ese extraño logro, metabolizar con tranquilidad, paz y cortesía que no sería Flaubert, ni Tolstoi ni Galdós, habla muy bien de la inteligencia y la madurez de Sánchez-Dragó. Muy pocas personas perdonan a los demás ni a sí mismo haber fracasado. Como a pesar de acumular volúmenes seguía sin tener una obra, decidió ser un personaje: no publicaría verdaderas novelas, sino falsas intimidades. Nunca escribió una buena novela, sus ensayos después de Gargoris y Habidis aburrían y como articulista actuaba como abriendo una espita verborreica y cerrándola bruscamente tres minutos más tarde. En dos subgéneros, sin embargo, brilló espléndidamente: la entrevista y la tertulia. Programas de televisión como Biblioteca Nacional o Negro sobre blanco consiguieron audiencias notables, intervenciones espléndidas, discusiones memorables de tres generaciones de escritores españoles. Al fin y a la postre una meritoria labor de divulgación sostenida, en diversas etapas, durante más de treinta años.
Entrevisté una vez a Sánchez-Dragó. Un dechado de respeto y amabilidad, sin pizca de afectación, que no se hacía pasar por nadie que no fuera él mismo, es decir, ese personaje jinete impar de su libertad y su testosterona. Por entonces, mediados los noventa, estaba muy cabreado con el aborto y me espetó: “El ministro de Justicia es un asesino”. Convertí la frase en el titular de la entrevista. Mi director entonces, Jorge Bethencourt, me advirtió que iba a arrancarme la cabeza. Sánchez Dragó me llamó esa misma tarde al periódico. “Vaya por dios. Qué huevos tienes. ¿Pasará algo?”. Me encogí de hombros y suspiré. “Bueno, solo son palabras. Las nuestras. Solo palabras. Estos imbéciles nunca lo entienden”. Él sí. Solo palabras. Él lo entendía perfectamente.