Es difícil explicar qué hace ahí el mojón monumental que exalta a Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios, a principios del año 2023. En el gobierno municipal dicen y repiten que hay muchas razones jurídicas o reglamentarias y se ha instalado el argumento – por la gracia de Dios también – de que se está castigando a Santa Cruz de Tenerife al exigir la retirada de un conjunto escultórico cuando el catálogo de vestigios franquistas no está definitivamente cerrado. Es un argumento peregrino, por decir algo.
–¡Nos quieren quitar la mierda franquista de la calle antes que a los demás! ¡Es injusto! ¡Qué crueldad, coño, que crueldad!
Como ciudadano de Santa Cruz de Tenerife me encanta ese orden de prioridades que malvadamente ha auspiciado el Gobierno autónomo. Más aún: se me antoja vergonzoso, asfixiantemente vergonzoso, que esta ciudad y su ayuntamiento no hayan desmontado esa ignominia hace ya lustros sin la puñetera necesidad de una ley de Memoria Histórica ni menos aún de un catálogo de vestigios franquistas. Que los que viven en la barriada García Escámez quieran mayoritariamente que su barriada siga llamándose García Escámez tiene un pase. No es que adoren al general, sino que sospechan las molestias postales que podría significar el cambio de nombre, por no hablar de la identificación nominal de un territorio que es un vecindario, una red de relaciones en el tiempo y una memoria compartida. Nada de eso ocurre con ese monumento de pésimo gusto instalado al final de las Ramblas que anteayer también se llamaban del general Franco, por supuesto. Franco, Franco, Franco. Incluso entre los golpistas españoles hay clases. Franco – su nombre, su figura, su iconografía – fue omnipresente en Tenerife y en España durante casi cuarenta años. En cambio, el relativamente chicharrero Leopoldo O´Donnell, uno de los espadones de la España decimonónica, no tiene nada que lo recuerde en la ciudad en la que nació, salvo un busto en el que no reparan ni las palomas más cagonas del parque García Sanabria. El engendro de Juan de Ávalos es una exaltación en toda regla a la figura del dictador echando mano de una angeología franquista que ya había empleado anteriormente. Fue levantada por suscripción popular: tanto a los funcionarios como a los trabajadores del sector privado se les retrajo parte del salario para contratar al escultor y ejecutar la obra. El ABC, a propósito de su inauguración en marzo de 1966, informó que al acto habían asistido “más de 100.000 personas”. La ciudad tenía por entonces unos 142.000 habitantes. Lo único realmente llamativo es una conmemoración escultórica de esta naturaleza en una fecha tan tardía, ya bien entrados en los años sesenta. Todavía está por escribir la historia de este despropósito propagandístico. El profesor Alejandro Cioranescu ni siquiera lo menciona en su Historia de Santa Cruz de Tenerife, que ocupa cuatro densos tomos.
Algún concejal con muy escaso trato con libros y bibliotecas ha protestado en este mandato porque estima como una expresión de resentimiento la exigencia de que se retire el monumento que homenajea a Franco y a su gesta carnicera. El hombre recomendaba no mirar hacia atrás, y no hacia adelante, para aprender a vivir en libertad. Franco le hubiera hecho una estatua. Un angelito con un polo lacoste chupando una piruleta. Lo que no hay que olvidar es el inmenso daño que le provocó esa bestia taimada, cruel y mediocre a la ciudad, a Tenerife y a toda Canarias. No solo asesinato, torturas y violaciones, sino hambre, incautaciones, pelagra, miseria, libertades rotas y cerca de un cuarto de siglo de excepcionalidad económica que nos hizo perder décadas de desarrollo. Y ahí sigue, mirando a la bahía donde se ahogaron y pudrieron docenas de sus víctimas. Basta ya de subterfugios idiotas y de cantinflear ridículamente: quiten esa basura franquista del espacio público de nuestra ciudad.