Santa Cruz de Tenerife

Una voz

La noche santacrucera es un silencio perfecto por el que se paga un precio de oro en los cementerios para millonarios de California. Hemos recuperado las pobrezas, incomodidades y modestias de los años sesenta, pero también dones que creíamos desaparecidos para siempre, entre otros, este silencio que huele a melancolía obligatoria, cena fría y cucarachas aburridas. Caminas por la ciudad muda, a la que la crisis, última expresión de su gilipollez fetal y consuetudinaria, le ha arrancado la lengua, y el silencio es tan perfecto que ni siquiera se escucha el sonido de tus propios pasos ascendiendo por la calle del Castillo, bajo la luz de una luna que también parece de alquiler, una luna roñosa y distraída, que pasa por aquí porque no tiene más remedio. Y entonces lo escuchas. Es una canción. Alguien está cantando.
Se escucha una voz gutural que canturrea algo incomprensible allá, a la izquierda, cerca de unos contenedores de basura. La canción avanza a trompicones durante un par de minutos; tú te detienes, expectante más que asombrado; y de repente la voz comienza un discurso extrañamente sereno, como el de un borracho clavado en la barra de un bar a la hora en la que la madrugada ha destartalado todos los relojes y tu propio hígado es tan palpable como cualquier recuerdo desgraciado:
–¿Qué qué hago yo aquí?  Y yo que sé qué coño hago yo aquí.
Se levanta un fisco de viento. La voz se repite, como gozando de sí misma.
–¿Qué qué hago yo aquí? Y yo qué sé qué coño hago yo aquí. Pero quiero estar aquí. Ay, déjame ya, yo solo quiero estar aquí. No, no me pregunte, no me preguntes, uo solo quiero está aquí. ¿Qué qué coño hago yo aquí? Morirme. Yo solo quiero morirme aquí.
Te acercas a los contenedores. La voz procede de uno de ellos. Es un hombre en un contenedor que ahora saca un brazo y pide ayuda, y tiras de él hasta que puede salir, andrajoso y maloliente, y el hombre parpadea, balbucea que se ha caído al rebuscar algún comistrajo entre la basura, se recompone y, en ese instante, te lanza una mirada mortífera de odio imperturbable, y echa a correr, vete al carajo, corre como un desesperado, al carajo, gafado, huevón, marica, trotando hacia la plaza Weyler, hasta que se dejan de escuchar sus pasos, sus gritos y su respiración agónica y vuelve el silencio cálido, tarado y mentiroso sobre Santa Cruz de Tenerife.

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Pestazo (y más)

Quizás lo primero que debiera hacerse es un estudio epidemiológico y sanitario riguroso sobre el efecto contaminante de las emanaciones de la Refinería de Petróleos en Santa Cruz de Tenerife. Un estudio que se convierta en la referencia obligatoria y admitido por partidos políticos, asociaciones vecinales y entidades sociales como base para definir una actitud común frente a la continuidad de la industria del refino en el término municipal. Aunque ya existe una investigación con resultados debidamente difundidos: los doctores Sergio Rodríguez – del Centro de Investigación Atmosférica de Izaña – y Jenny González, en una monografía publicada en la revista Atmospheric Research, demostraron que la mayor fuente de partículas contaminantes ultrafinas en la capital tinerfeña no son los automóviles, ni la actividad portuaria, sino la industria del refino que se instaló en Santa Cruz a finales de los años veinte – con sucesivas ampliaciones y dotaciones – en un solar que, por aquel entonces, distaba de la pequeña, pobre y destartalada ciudad. Ahora no, por supuesto. Ahora la Refinería de Petróleo desarrolla su actividad industrial en una de las zonas más densamente pobladas del municipio. Desde hace treinta años no se encuentra junto a Santa Cruz: la ciudad ha crecido y la ha rodeado — como quien rodea un precipicio que vomita  llamas y cenizas — porque no tenía más remedio.
No hay que poner en duda que los dueños y señores de la Refinería han realizado inversiones para minimizar el impacto contaminante de la planta. Pero tampoco va a poner uno en duda que en varias ocasiones, todos los años, decenas de miles de santacruceros respiran un aire repugnante, que termina por impregnarte la garganta y acaba difundiendo una acre hediondez, insoportable e ininterrumpida. Lo que resulta tan exasperante como inadmisible es que esta asquerosa experiencia compartida sea negada, como si se tratase de los pucheros de un niño caprichoso e ignorante, desde la infinita sabiduría y la omnisciencia tecnológica de los directivos de la Refinería de Petróleo. Para decirlo claro: es que apestan. Es que en los últimos y azufrados días los centros hospitalarios se han visto desbordados por ciudadanos con problemas respiratorios y cardiorespiratorios. Es que convierten ustedes la capital tinerfeña – en grandes solemnidades que solo ustedes conocen por anticipado – en una ciudad con una atmósfera maloliente, desagradable y a ratos fétida. Es que ustedes han sobrepasado durante las últimas 72 los límites de micropartículas emitidas a la atmósfera según la legislación vigente – en particular el muy peligroso dióxido de azufre – y ustedes se dedican a mirar al otro lado porque los súbditos acongojados por su pestilencia no sabemos valorar como es debido su majestuosa, modernizadora y desinteresada presencia en este pueblo.

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Oceanografía del tedio

Como tantos escritores que aspiraron a una ostentosa y enciclopédica complejidad, lo mejor de Eugenio d’Ors ha quedado en sus textos marginales y sus empeños supuestamente menores, como Oceanografía del tedio, un título afortunado para un ensayo lleno de gracia, humor y elegancia sobre las infinitas posibilidades que brinda el aburrimiento, una fenomenología del hastío como grata maldición del hombre más o menos civilizado o por civilizar. Esta ciudad, esta isla entera tiene su propia oceanografía del tedio, estando como está sumergida en una burricie fascinada por sí misma, una Atlántida provinciana de prodigiosas mentecateces y falsedades de baratillo: basta con ponerse la escafandra y descender hasta la calle y se encontrarán
…tertulias radiofónicas trufadas de políticos que hablan objetivamente sobre sus propios partidos y lanzan una verborrea inacabable y, por supuesto, incontaminada por sus propios intereses
…apasionados debates sobre la pertinencia de honrar a un difunto con el nombre de una calle en los cuales se gastan días, se perpetran titulares, se frangollan columnas, se improvisan análisis histórico-filosóficos y la izquierda local hace el imbécil con esa vocación oligofrénica que se ha convertido en su más destacada seña de identidad clínica, ya que no ideológica
… silencios estruendosos acerca de las asfixias financieras en las que agonizan las más importantes corporaciones públicas y que estallarán más temprano que tarde para pasmo generalizado de ciudadanos que creen que son ciudadanos por vivir en Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo, y no en Chiguergue
…prodigiosas presentaciones de aviones que volarán algún día gracias a la energía solar y que han sido antecedidas por presentaciones similares y no menos pasmosas a lo largo de la última década, para demostrar la radiante presencia de Canarias en los avances tecnológicos que marcarán el siglo XXI, aunque los contenedores de basura sean más frecuentados que los manuales de ingeniería aeronaútica
… exclusivas exclusivamente compartidas de una candidata en un festejo local lamentablemente accidentada a la que se dedica más tiempo periodístico y más atención popular que al recorte de las becas y a los estudiantes universitarios que deben dejar sus estudios por el incremento de las tasas
Y todo es gratis. Basta con descender por las escaleras hasta la calle, abrir la puerta y  con aguantar la respiración.

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Rambleros

Después de mucho tiempo, casualmente, me senté en el kiosco de La Paz. Había cambiado, sí. El kiosco de La Paz estaba colonizado en los años ochenta – sobre todo a partir de la tarde – por un zancandiliante piberío de poetas que no habían escrito un verso, músicos que tardarían en descubrirse sordos, chicas que querían ser actrices y se acostaban con todos para ampliar su código gestual, quinquis que consumían un único café con hielo durante horas, cinéfilos que ya llevaban las gruesas gafas que combinarían con una calvicie prematura, nietszchenianos masacrados por el acné, comunistas que abominaban de la alienante democracia burguesa y amaban los berberechos ajenos, ratas de bibliotecas condenadas al olvido, aprendices de proxenetas, anarquistas que estudiaban oposiciones, Yeyo Millet dictando sentencias y recitando a Baudelaire en un francés imaginario, el grupo de niños fascistas sentados alrededor de El Montaña, chicas embadurnadas en pachuli y maquilladas durante la resaca del penúltimo pedo, petas rulando entre ojos semicerrados y gestos nerviosos y encuentros, huidas y regresos que se prolongaban hasta la madrugada, porque el kiosco cerraba pero las mesas y sillas de metal se quedaban ahí y la conversación era eterna, porque no tenía principio y tampoco propiamente un fin. Era la Rambla. Éramos los rambleros: más que un bizarro gentilicio, un adjetivo calificativo y un breve, disparatado, imprescindible, divertido y lastimoso estilo de vida.
Los rambleros hemos desaparecido. Lo ratifiqué ayer al sentarme en la solitaria mesita, que ya no es de metal, sino de plástico. No lo voy a condenar. Lo incómodo no es el plástico, lo realmente incómodo es mi espalda. Ante mí triscaban jubilados asustados por la brisa y el sol, madres de familia empujando carritos, algunos estudiantes que asombrosamente consultaban apuntes de clase, diminutos mocosos que intentaban jugar y correteaban entre las mesas bajo los  furibundos berridos de sus padres. No hemos sido sustituidos. Simplemente hemos desaparecido. Algo así le ha ocurrido a esta ciudad: podría ser cualquier ciudad y por miedo a adivinarlo se niega a verse a sí misma. Me levanté lentamente e inicié el mutis y entonces lo descubrí: otro ramblero ya cuarentón que atravesaba la avenida como un fantasma atropellado. Intenté saludarlo. Se hizo el loco con una auténtica expresión de miedo en el rostro. Tampoco lo culpo. Lo realmente incómodo no es el presente chato e irreparable, sino el pasado que nos condujo a este lugar del que ya no podremos huir.

 

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Un asesinato

El pasado domingo asesinaron a un hombre en el centro de Santa Cruz de Tenerife. Fue en la plaza de España. A esa hora –las nueve y media de la noche, aun con una temblorosa línea de luz en el horizonte – cientos de ciudadanos pasaban la tarde en la plaza y los paseos y calles próximas. Abuelos, jóvenes matrimonios con sus hijos, adolescentes en pequeños grupos, corredores que bufaban al empezar o terminar la tortura de la ruta anticolesterol. Al parecer – el hecho no es digno de mayores precisiones – un individuo se incorporó en un banco y se dirigió a un pelotón de jóvenes más o menos ociosos. Mediaron algunas palabras y un pibe le propinó un puñetazo. El agredido – un ciudadano italiano que frecuentaba el albergue municipal y que ocasionalmente trabajaba como guardacoches – cayó al suelo, sin sentido. Los jóvenes huyeron. Pocos minutos después llegó una ambulancia, pero el italiano ingresó ya cadáver en el hospital.

Por supuesto, no ocurre nada. Los niños sorben helados, los padres amenazan a los remolones que insisten en seguir jugando, los novietes se besan lentamente, los jubilados no renuncian a alimentar a las cochinas palomas. Y la insignificancia se prolonga en los medios de comunicación en los días siguientes. Intuyo que ya estamos casi preparados para el futuro. Por supuesto, se trata de casi un mendigo. Casi un indigente. Y extranjero. Probablemente sin familia conocida ni amigos íntimos en la ciudad. Pero no es un mal comienzo para embrutecernos como es debido. Ocurre aquí, en Santa Cruz, y no se trata de una turista a la que un psicópata le arranca la cabeza, por ejemplo, por esos sures enigmáticos. Es un asesinato –o si lo prefieren un homicidio – carente de cualquier elemento extravagante, de cualquier contexto que nos lo haga cómodamente ajeno, estrambótico, horroroso pero inofensivo. Es un crimen que se comete como quien tira una colilla a la calle o se rasca la cabeza en una esquina. Un crimen despreocupado, deliberado pero casual, plenamente moderno y digno de una ciudad moderna. Hasta cierto punto, un crimen fundacional. Aquí ya se mata entre pequeñas multitudes.

Entiendo que la carbonización de dos o tres mil hectáreas de monte a causa de un incendio muy posiblemente provocado es mucho más importante, llamativo, emocionante. La invisible vida de un sintecho no merece tanta atención. Está ahí, rellenando un hueco de nuestro mísero paisaje urbano, y después, en un segundo, ya no está. Visto y no visto. Limosneado y no limosneado. No lo echarán de menos los camareros, ni los heladeros, ni las hediondas palomas que cagan con tan hermosa saña sobre calles y estatuas. Pero para qué nos vamos a engañar. Sin los incendios tampoco se hablaría ni escribiría demasiado. El periodismo debería contestar esas preguntas, rellenar ese hueco antes de que se desdibuje la figura. Quién era, cómo llegó aquí, cual había sido su vida, cómo murió exactamente. Pero el periodismo hace siglos está esperando la pertinente nota informativa de la Guardia Civil o la Policía Nacional dormitando sobre el ordenador. Lloramos por los bosques calcinados mientras suena la grasienta ternura de Taburiente, y nos revolcamos ferozmente en la ceniza, pero el asesinato no interesa a nadie.

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