Escucho con estupor unas declaraciones radiofónicas de Luis Yeray Gutiérrez, alcalde del ayuntamiento de La Laguna, sobre las irregularidades urbanísticas que ha constatado los servicios de inspección municipales en obras realizadas en su domicilio. No son comentarios malévolos ni chismes de portería: son hechos registrados en un informe oficial, en el que se señalan varias obras ilegales, tres legalizables y otra a la vez ilegal e ilegalizable. La denuncia del concejal Alfredo Gómez –elegido en la lista de Ciudadanos y actualmente en el grupo de no adscritos – se ha demostrado absolutamente exacta, por lo tanto, y no puede empañarse ni por ese patético comunicado de la Concejalía de Urbanismo, donde Santiago Pérez se apresuraba a precisar pomposamente que las irregularidades encontradas en el domicilio del alcalde “eran perfectamente legalizables”, como si se pudiera legalizar imperfectamente algo. Pues bien, el señor Gutiérrez manifestó ayer, con tono contrariado, que era víctima de una campaña mezquina, si no ruin, cuyos impulsores han llegado al despropósito de solicitar su dimisión. Admitió que debería haber estado “más encima” (sic) de las obras realizadas en su vivienda, un chalet que adquirió no hace demasiado tiempo por cierto, pero que vamos, por hacer una obrita aquí, y otra allá, no se justifica este rebumbio. Pero si hasta la pérgola – declaró – es desmontable. Ni siquiera la mandó a hacer de mármol de Carrara, era y es una cosa de quita y pon, como una peluca carnavalera. Todo este ambiente de persecución atrabiliaria y destructiva debería acabar para siempre en La Laguna, algo que él mismo ya declaró en su primer discurso como alcalde en julio de 2019.
Así, como por ensalmo, que un alcalde realice obras ilegales – aunque en su mayoría legalizables – en su domicilio particular es un asunto perfectamente normal que, como mucho, merece una mirada de ligero malestar. Pero qué despiste. A mí, en cambio, me parece que lo más positivo que se podría deducir de este comportamiento son señales de locura. De modo que usted adquiere una vivienda con su señora – que también es concejal y forma parte del gobierno municipal – y ni siquiera sabe que las obras que hace en su casa son ilegales y, en lo que se refiere a la pérgola de sus amores, ni siquiera legalizable. ¿Cómo es posible? ¿Cómo ignora el alcalde algo tan obvio y elemental? ¿No se siente compelido – para los pibes de la ESO, alcaldes o no: obligado – a extremar la corrección legal y normativa de su comportamiento en lo público y en lo privado? Lo más alarmante de las declaraciones de Gutiérrez es, precisamente, la ausencia en las mismas de la más modesta noción de ejemplaridad. Como ha explicado Javier Gomá en su libro Ejemplaridad pública, uno de los síntomas más claros de la degeneración de nuestro sistema político es que los líderes y los gestores electos de lo público creen que no se puede exigir a su comportamiento más que al resto de los ciudadanos; en realidad, la tendencia general, como en el caso de La Laguna, es trasladar que se pida un poco menos. Pedir un poco menos a un alcalde que comete irregularidades urbanísticas en su propio domicilio es, por ejemplo, no molestarlo con tales boberías, no enjuiciarlo severamente, no denunciarlo con luz y taquígrafos en una sesión plenaria del ayuntamiento, no pedir explicaciones impertinentes, no verse forzado a pedir disculpas a sus vecinos, no zascandilear frente a un micrófono, no atreverse siquiera a hablar de dimisión.
Lo más curioso es que muy pocas horas después de la entrevista un juzgado de La Laguna, una vez que la Fiscalía no ve motivos para archivar las denuncias, anuncia que llamará para declarar al alcalde Gutiérrez y a otros cuatro concejales por la hipotética irregularidad de los contratos incluidos en la querella por el llamado caso Laykas. La persecución arrecia.