Ciertamente un repunte de gripe y los efectos de la calima han colapsado los servicios de urgencia de los hospitales públicos –particularmente en Tenerife – durante varias horas, pero la situación de sobrecarga estructural, la presión de una demanda asistencial incesante, no es nueva precisamente, y si uno repasa las estadísticas, la saturación de los centros viene incrementándose desde el año 2010. Hace algunos meses estuvo a punto de estallar una rebelión de los gerentes de los hospitales públicos de la Comunidad autonómica, que incluso se plantearon presentar unánimemente su dimisión, y que fue abortada in extremis por los responsables políticos del Servicio Canario de Salud. Los gerentes entendían que la situación de sus centros era financieramente insostenible y que la testaruda (o estúpida) fiscalización de los servicios de intervención resultaba incompatible con los principios gerenciales de un hospital público, incluida una inevitable (aunque racional) flexibilización en el gasto en atención a circunstancias impredecibles.
Los problemas derivados de la presión asistencial en centros hospitalarios desbordados guarda relación directa, obviamente, con los recortes en los presupuestos sanitarios. Los presupuestos de la sanidad pública canaria se incrementaron un 1,65% en 2014 respecto al año anterior, pero es que entre 2010 y 2013 la poda sumó más de un 14%, con una media anual en dicho trienio de cerca del 15% en el capítulo de Atención Primaria. Era y es imposible recortar un euro más sin verse abocados a situaciones todavía más graves, como las registradas en Madrid y Valencia, con cierres definitivos de servicios y despidos directos en el personal sanitario. Pero la asfixia financiera no es la única razón de la crisis de un sistema sanitario que se tambalea. La Comunidad autonómica destina más de 2.600 millones de euros a los servicios sanitarios públicos, es decir, un 42,6% de su presupuesto.
Habría que aclarar que defender estentóreamente el gasto público no equivale sin más a defender el Estado de Bienestar ni resulta particularmente eficaz para conseguirlo. Un país puede gestionar un gasto público elevado y disponer de unos servicios sociales más bien deplorables, es decir, redistribuir comparativamente poco y mal. Esto último ocurre con el modesto (y durante el último lustro erosionado) Estado de Bienestar en España y, desde luego, en Canarias. La estructura política y técnica del Servicio Canario de Salud –así como el mismo modelo de gestión en hospitales y en atención primaria – se mantiene básicamente igual que en el año 2008 como si la realidad no fuera con ellos. La financiación territorial del Estado no se ha adaptado a un escenario económico y presupuestario recesivo, lo que ha contribuido a aumentar la insuficiencia financiera y una desigualdad relativa entre comunidades autonómicas. Meter tijeras es sencillo; introducir programas de racionalización del gasto sometidos a una evaluación sistemática exige, en cambio, un mayor esfuerzo organizativo basado en la corresponsabilidad de gestores, personal sanitario y pacientes. Pero sobre todo conviene no olvidar que población del Archipiélago ha crecido en más de 400.000 personas en los últimos quince años y el porcentaje de ciudadanos de más de 60 años casi se ha triplicado en los últimos veinte. El mayor problema del sistema sanitario canario no deriva de la limitación de recursos financieros, con toda la gravedad generada por unos recortes torpes y brutales, sino de su mismo modelo organizativo y de gestión en el seno de una sociedad afectada por un rápido crecimiento demográfico y un envejecimiento pronunciado de su población.
Es la misma supervivencia del sistema sanitario público la que está en riesgo y esta quiebra anunciada no se detendría aunque se regresara a los niveles de gasto público anteriores a 2008.