Más tarde o más temprano los efectos destructivos de la masificación turística de Canarias (terminaremos este año con catorce millones y medio de visitantes entre vivas incesantes del Gobierno) comenzarían a contradecir (si no a destruir) sus indudables efectos positivos. Siempre ha sido el turismo nuestro Jano Bifronte: dios de los comienzos y los finales, de las entradas y las salidas, del amanecer y del crepúsculo. Las externalidades negativas de la dinámica económica generada por el turismo se han multiplicado e intensificado mientras avanzaba el siglo, pero a las mismas nadie – ni los hoteleros, ni los agentes turísticos ni las administraciones públicas – le ha prestado la debida atención. Lo que intenta cada empresa que se integra en la cadena de valor es crecer cuanto más rápidamente mejor. La ceguera ha sido absoluta. La única política turística por parte del Gobierno ha consistido en gastar un potosí en promoción turística — asombrosamente son los poderes públicos los que asumen económicamente y con un apoyo político jacarandoso la propaganda de los negocios privados — y en la mejora de la conectividad aérea de las islas.
Baleares cerró el año 2019 con casi dieciséis millones y medio de turistas y destinó en ese ejercicio poco más de seis millones de euros en promoción. Para el próximo año los presupuestos generales de Canarias reservan más de 21 millones de euros para la promoción turística del archipiélago. La consejera Yaiza Castilla ha salido a garrapiñar hasta la última raspa de turista vivo y ha lanzado una campaña delirante en pos de ese animal mitológico llamado nómada digital, capaz de crear con una veintena de colegas con los que se pueda encontrar casualmente en La Gomera o Fuerteventura todo un ecosistema de I+D+i en medio año. El principal partido del Gobierno – el PSOE –accedió al poder desprovisto de cualquier reflexión estratégica sobre el que la actividad que representa –junto a la administración autonómica – el principal motor económico del país. Nada de nada. La hecatombe del covid acabó con cualquier tentación de inteligencia crítica. Hoy ni en el PSOE ni en el Gobierno se reflexiona ni se debate sobre los efectos perversos del turismo y los límites de la capacidad de carga de un territorio reducido, fragmentado y altamente ocupado. Pero la responsabilidad se extiende a todos los partidos políticos con responsabilidades de Gobierno en la Comunidad, los cabildos y los ayuntamientos.
Como han señalado los economistas, las externalidades dañinas del turismo “no se incluyen en el precio de los productos ni se capturan en las ganancias de la empresa turística”. Los costos de sus efectos perniciosos los sufre la población local. Recientemente el presidente de la patronal hotelera, Jorge Marichal, mostraba su alarma porque sus asociados no conseguían cubrir cientos de puestos de trabajo en sus establecimientos. No es una elección voluntaria. Simplemente ya es casi imposible marchar a los sures turísticos a trabajar y menos aún a construir un proyecto vital o profesional. La propia actividad turística ha estimulado directamente el incremento del precio de la vivienda (bastante) y de los alquilares (de manera delirante) y los costes de la alimentación y del transporte, empujando incluso procesos de gentrificación en varios núcleos turísticos. La subida de la inflación exógena ha hecho el resto. Vivir ahora con mil euros mensuales es algo similar a un milagro en las zonas turísticas isleñas, cuyo estrepitoso crecimiento demográfico no ha sido suficiente criterio para diseñar un urbanismo soportable, construir viviendas públicas, levantar centros hospitalarios, prever centros sociosanitarios. Incluso una modesta ecotasa se toma como una herejía. La buena salud del turismo está empezando a dejar de ser la nuestra.