No creo que sea una ignominia sostener que el PP incorporó a su agenda en su día – un aciago día –el terrorismo etarra como un instrumento político-electoral que informó discursos y sintagmas y eslóganes y que pasados los años se transformó en una retórica de la sospecha universal: una inclinación, a veces muy desenvuelta, a transformar cualquier crítica, disidencia o protesta en una artera forma de terrorismo, en una insinuación de terrorismo, es una nostalgia del terrorismo etarra, hasta el punto de que algún alto cargo conservador descubrió, todavía recientemente, que el aborto –sí, también el aborto –era ETA.
Conviene, sin embargo, subrayar otras evidencias. Primero, que esa actitud de la dirección del PP estaba inextricablemente unida al asesinato, la amenaza o el insulto cotidiano de muchos de sus militantes y cargos públicos en el País Vasco. Hombres y mujeres que hicieron gala de un valor extraordinario en una sociedad que les estigmatizaba activa o pasivamente. Y segundo, que durante demasiados años la izquierda mantuvo ante el terrorismo etarra una actitud básicamente estúpida, pasiva, claudicante. Una claudicación que, por supuesto, empezaba por el lenguaje, porque la izquierda, hasta avanzados los años noventa, metabolizaba el lenguaje de los terroristas: ejecución en lugar de asesinatos, impuesto revolucionario en vez de extorsión, comando sustituyendo a banda, asesinos fanáticos usurpando el nombre de gudaris. La búsqueda incansable de razones y de causas, también. Los terroristas tenían sus razones, sus argumentos, no olvidemos las guerras sucias desde el tardofranquismo hasta el felipismo, no lo olvidemos, compañeros. Era obligatorio, desde la izquierda siempre alerta sobre esa prioridad, su propia salud moral, comprender las causas del terrorismo, y comprender, muy a menudo, llevaba a un hediondo relativismo que se creía adornado con los laureles de la lucidez. La derecha bronca y cerril no comprende nada y la izquierda parapléjica tiende a comprenderlo todo. En este punto el admirable Arcadi Espada ha sido muy preciso: “El énfasis sobre las causas del terrorismo es directamente proporcional a la distancia entre el lugar del terrorista y el lugar del enfático… A mayor distancia de las bombas, mayor insistencia en las causas”.
Es un error el rechazo al homenaje a Miguel Ángel, concejal del PP en el ayuntamiento de Ermua, al cumplirse veinte años de su atroz asesinato por los etarras. Es un error, y desde luego una mezquindad, rechazar el homenaje porque provenga de su propio partido, de sus propios compañeros, de su familia y amigos. Pero el argumento más lamentable para enarbolar una crítica política es pretextar que no debe recordarse a ninguna víctima en solitario, sino a todas en general. No, mire: cada víctima tiene su nombre y apellidos, su historia, sus familias, su rostro y su mirada definitivamente ausentes, sus circunstancias irrepetibles. Esta infasta gente no ha terminado de entender – o se niegan resueltamente a hacerlo – lo que significó el asesinato de Blanco. La particular perversión de este crimen, su vesania repulsiva, el impulso vengativo y cobarde de los criminales, conmocionaron la sociedad. La indignación pulverizó al miedo. El terrorismo dejó de ser asumido como una tenebrosa cotidianidad. Los medios de comunicación modificaron sus estrategias informativas e independizaron su lenguaje para explicar lo que ocurría. El nacionalismo peneuvista y sus aliados tomaron nota y abandonaron cualquier intervención exculpatoria. Si hay una víctima de ETA cuyo recuerdo y homenaje no puede ser jamás una insignia individual es, precisamente, Miguel Ángel Blanco, porque con su inicuo sacrificio comenzó a cambiar todo. Cuando lo asesinaron muchísima gente se enteró que ETA se dedicaba a asesinar y no quería ni sabía hacer otra cosa.
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