No creo que nadie haya pretendido censurar la letra de la murga Ni Fu Ni Fa. Entre otras cosas porque no es posible hacerlo. Ha ocurrido lo que debió ocurrir hace bastantes años gracias a la dignidad y sensatez del concejal Tino Guzmán: el repudio público contra expresiones de homofobia que son, sencillamente, indefendibles. Recuerdo que hace mucho tiempo critiqué a una murga chicharrera al respecto de esa cansina y estúpida obsesión por insultar a los habitantes de Las Palmas y a los homosexuales que, en sus momentos más creativos, encontraba siempre la rima entre canarión y maricón. La murga en cuestión — les aseguro que no recuerdo ya cuál era – respondió al año siguiente que seguirían cantando lo mismo y que me fuera al carajo. Sinceramente no creo que me entendieran. Nadie pretendía prohibirles nada – y menos un humilde juntaletras – pero no estaban dispuestos a tolerar ninguna crítica. Se trata de una actitud prácticamente universal en el mundo murguero. Las murgas se reservan el derecho a la crítica, y si hay que hacer a una murga picadillo, tan noble tarea está asignada exclusivamente a otra murga, canibalismo entre payasos enfadados que practican de vez en cuando con un entusiasmo prodigioso. Parafraseando una sentencia de Woody Allen sobre la mafia, las murgas no son en ningún momento peligrosas, porque solo se matan entre sí, poniéndose a parir ferozmente, sustrayéndose directores o traficando con la media docena de letristas que sazonan su particular ingenio a tanto la pieza.
Las murgas disfrutan desde hace lustros de un estatuto institucional perfectamente establecido y que los propios murgueros defienden con celo. Una murga histórica no es menos institucional que el Consejo Consultivo de Canarias, para hablar de una agrupación cuyos dictámenes también suelen dar risa. Cuentas con sus propios locales de ensayo y confraternización, perciben subvenciones y despliegan rituales bien codificados, entre los cuales no es el menos relevante las visitas que, en vísperas carnavaleras, les rinden obedientemente políticos del gobierno y de la oposición, que a cambio de recibir algunos dardos inofensivos, posan ante las cámaras improvisando sonrisas, meneando las caderas con el frenético ritmo de un koala y tocando pitos estruendosamente. Los murgueros disponen de su propio catálogo de convicciones, y una de las más sagradas es que son la voz del pueblo, una hilarante enormidad que se han arrogado porque, al parecer, ya no basta con divertirse en las esquinas del carnaval y les urge representar el volkgeist del Chicharro para legitimarse. La decisión de la Ni Fu Ni Fa de retirar esa letra homófoba y ramplona no solo es correcta, sino que abre una oportunidad a que las murgas reflexionen sobre sí mismas, abandonen cualquier manía de trascendencia y recuperen su sencilla y excelsa justificación primigenia: divertir y divertirse en carnaval.